Eco-grafía de la montaña azul, y 11.

Eco-grafías de la Montaña Azul y 11. La inteligencia de la Tierra y la estupidez humana: el Piroceno.

“Cuando admitimos que la mente es una cualidad luminosa de la tierra notamos enseguida esta consecuencia: cada región –cada topografía, cada ecosistema con su diseño particular- tiene su propia conciencia, su estilo singular de inteligencia… es decir que cada lugar es un estado mental único, y los múltiples poderes que constituyen y habitan ese paraje –las arañas y las ranas arbóreas no menos que los humanos- participan y forman parte de la mente particular de ese lugar”. David Abram.

Arranco este texto con una cita de ‘Devenir Animal. Una cosmología terrestre’, el espléndido texto del filósofo ambiental norteamericano David Abram cuya publicación, en un país de ‘homínidos que odian la naturaleza’ como este, ha pasado prácticamente inadvertida. Como él, creo que nuestra mente humana no está al margen y mucho menos encima de la mente de la Tierra, o más bien de ese súper-organismo que puebla la epidermis del planeta y que hemos venido a llamar Gaia. La mente y la inteligencia humanas son emanaciones de esa inteligencia superior que es omni-abarcante, multidimensional, más profunda, infinitamente más vieja, y cualitativa y cuantitativamente más sabia que cualquier inteligencia humana y por supuesto que cualquiera de sus excrecencias como la IA (o más acertadamente denominada ‘inteligencia inorgánica’).

Así como los hongos y las setas son emanaciones de un organismo subterráneo enorme conformado por la red de hifas del micelio, así nuestros cerebros son emanaciones de duración fugaz del inconsciente colectivo, un inconsciente colectivo que se entrelaza con el de las otras especies y con la estructura e infraestructura inteligente de Gaia.

Por eso, no es que crea, es que sé, que lo que llamamos inteligencia no es un atributo exclusivo de los seres humanos, sino que es una cualidad de los seres animales, vegetales, fúngicos y bacterianos de toda la naturaleza, e incluso de entes denominados, desde nuestra miopía antropocéntrica, ‘inanimados’ o ‘abióticos’ como ríos, montañas, mares, vientos, nubosidades, huracanes, etc. Al contrario, basta con echar una ojeada a nuestro mundo para comprobar como la ‘inteligencia’ es una cualidad que entre los humanos mengua de día en día, y en la misma medida retroceden nuestras posibilidades de supervivencia colectiva como especie.

Hace un par de semanas falleció una de las personas más importantes del siglo XX y comienzos del XXI: Jane Goodall, fue una de esas pioneras de la etología que puso algunos clavos en el ataúd del antropocentrismo al documentar empíricamente que los chimpancés utilizan herramientas, poseen sensibilidad, autoconsciencia individual y comportamientos sociales complejos que se pueden caracterizar como ‘culturales’. Rasgos todos que nuestra cosmovisión científica neodarwinista imperante otorgaba en exclusiva a nuestra especie. A Goodall le debemos, entre otras muchas cosas, la conciencia creciente de los derechos de los grandes simios y el avance moral que supone el considerar a los animales como seres sintientes y portadores de derechos morales y obligaciones por nuestra parte.

Es verdad que en un país en el que la tortura de vacunos es considerada ‘cultura’ por parte de la inmensa mayoría de nuestra clase política, incluso de izquierdas (escribo a pocos días de que el Parlamento con la mayoría aplastante de Vox, PP, PSOE y otros deleznables, haya rechazado siquiera tomar en consideración y debatir la Iniciativa Legislativa Popular que firmada por casi 700.000 personas exigía el fin de las ayudas públicas a los atroces y sangrientos rituales de tortura taurina), un país en el que mismamente ayer se dio suelta al más de medio millón de escopeteros que todos los años acometen el fusilamiento del cada vez más exhausto pro-común animal peninsular (una forma de extractivismo y apropiación violenta del patrimonio común de la biodiversidad animal que resulta intolerable y moralmente injustificable en estos momentos en que sufrimos un evento de extinciones masivas y de erosión catastrófica de la biodiversidad) al tiempo que envenenan con miles de toneladas de plomo los suelos y las aguas de todas. En un país así de miserable como este, la bonhomía y altura moral de alguien como Jane Goodall deslumbra.

Pero volvamos al principio: dentro de pocos meses cumplo tres décadas emboscado en las laderas de esta montaña azul. Al principio estuve en dónde arrancan sus faldas, lo suficientemente alejado para poder contemplarla y descubrir que, efectivamente: el verdor de sus bosques en combinación con el frío gris del granito, componían el color azul con que la adjetivo desde entonces. Como no hay bien que por mal no venga, diversos percances, entre caídas y errores muy dolorosos, me llevaron a ascender a construir una cueva en una cota en la que ya no se ve, sino que se habita el azul. Una altura en la que ya no se contempla la montaña, sino que se es uno con ella y en la que, por el contrario, se alcanza una perspectiva desde la que mirar, con angustia y rabia, lo que la amenaza desde ahí abajo: la ‘llanura’ con su agricultura industrial intensiva en consumo de energías y sustancias químicas (esa agricultura que denominamos ‘de extinción’ por que envenena tanto la tierra, como los cuerpos y el tejido social), la ‘llanura’ con sus viejas centrales nucleares obsoletas que siguen pendiendo como una espada de Damocles radioactiva sobre todos los seres presentes y futuros de todas las especies, la ‘llanura’ con sus animales maltratados de la ‘ganadería Auschwitz’, con sus monocultivos, con sus tendidos eléctricos, con su explosión inmobiliaria asociada a ese extractivismo que llaman ‘turismo’, la ‘llanura’ con sus escopeteros, sus incendiarios, sus basuras proliferantes, sus ruidos… entre las ‘llanuras’ y las montañas siempre hay una dialéctica de lucha, una ‘lucha de clases’ paisajística y espiritual que Marx no supo ver pero en la que nos jugamos la supervivencia, el sentido y el gozo de la vida.

La teoría clásica que emana de nuestra ciencia positivista, mecanicista y colonialista es que el paisanaje hace el paisaje. En ese relato que nos han suministrado desde la escuela siempre es ‘homo sapiens sapiens’ (encima repetido por dos) el único hacedor y protagonista imperial de la historia. Pero quién desde el amor a la naturaleza se haya dejado afectar por el territorio que habita, y se haya puesto a ‘pensar’ con los otros seres ‘pensantes’ que le rodean (desde los robles a los sauces, desde las arañas a los cárabos, desde los canchales a las gargantas y arroyos), coincidirá con David Abram y conmigo en que los paisajes nos hacen, modelan nuestra sensibilidad corporal, los paisajes nos respiran, nos tiñen las pupilas de formas y cromatismos, ahondan en nuestros oídos con sus murmullos y canciones, esculpen en nuestro espíritu narrativas, recuerdos, emociones y sentimientos.

Los paisajes nos sueñan y desde la profundidad de la sombra de la Tierra, eso que llamamos noche, nos narran cuentos cuando dormimos.

A este respecto escribe Abram estas bellísimas sentencias: “ dormimos, y permitimos que la gravedad nos sostenga, dejamos que la Tierra –nuestro cuerpo mayor- recalibre nuestras neuronas y use como abono los encuentros apasionados de nuestras horas de vigilia (las tensiones y terrores de nuestros días individuales), para devolverlos, como sueños a la sustancia sintiente de nuestros músculos. Nos rendimos a la influencia de la tierra viva. Podríamos decir que el sueño es un hábito que nace en nuestros cuerpos cuando la tierra se interpone entre estos y el sol.”

Los paisajes nos atraviesan, nos constituyen en nuestra magnífica corporalidad animal. Somos animales de Gaia, ‘tecnología’ orgánica de vanguardia del universo, somos polvo de estrellas devenido carne de la tierra sintiente y pensante.

Los paisajes nos tocan, nos escuchan, nos dictan pensamientos, nos huelen, nos hablan –aunque nos hayan adiestrado para no escucharles y hasta para negarles voz y derechos- nos conforman (etimológicamente: dar forma juntos). Ocurre en la actualidad que homo y fémina sapiens transforman paisajes con cada vez mayor violencia e insensibilidad, con cada vez mayor brutalidad y feísmo, y como los paisajes también nos transforman ‘a su imagen y semejanza’, haciendo el mundo cada vez más feo, brutal y sucio es que nos hacemos cada vez más feos y feas, más brutales, más sucios y sucias interior y exteriormente.

He tenido la inmensa fortuna de vivir emboscado más de 5 lustros en unos de los paisajes más sensacionales (en su doble acepción: excepcional y cuajado de sensaciones) que quedan en una península en avanzado estado de desertificación natural y espiritual, que necesariamente van de la mano. La desertificación natural es la más obvia: esas llanuras de monocultivo cerealista que arrasan la vida de los suelos y que con el cambio climático abocan irremediablemente a un desierto sucio y triste, y en paralelo la desertificación espiritual que es el triunfo de aquel programa neoliberal de destrucción radical del vínculo social-cultural que definió explícita y contundentemente la oscura sociópata Margaret Thatcher: ‘la sociedad no existe’, cuyos epifenómenos son la soledad, la pandemia de enfermedad mental y depresión, la anomia social y finalmente el fascismo y el retorno de las violencias patriarcales contra las mujeres, las infancias, las diversidades sexuales, los inmigrantes, las naturalezas, los paisajes, los animales, los árboles y los ríos.

He aprendido a estar en el bosque y escuchar, y contemplar, y pensar mancomunadamente con ellos y ellas (desde las serpientes de escalera, a las abejas, desde las lombrices a los musgos…) y a veces he rozado el ‘ser bosque’, la común-unidad de ser comunidad y ya no estar sojuzgado por los fantasmas perversos del individualismo, el egocentrismo y el antropocentrismo machista que hemos mamado y que sigue siendo la prisión que encarcela nuestro espíritu y nuestro cuerpo. ¡Les debo tanto a este paisaje, tengo una deuda tan grande con el granito, con los líquenes, con las ranas, con los rabilargos y los arrendajos…!

A veces también me han hecho algo de daño algunos: las picaduras de ciempiés duelen un tanto, las del himenóptero que popularmente llamamos ‘tabarro’ (‘vespa crabro’) todavía más porque soy alérgico a su poderoso veneno, las garrapatas y los mosquitos también procuraron mi sangre para sus tareas reproductivas, pero incluso los más dolorosos de estos me provocaron ‘daños y quebrantos’ infinitamente más leves que los que provinieron y provienen de mis congéneres, esos a los que se les presupone inteligencia y moral. Todo es amor y rabia contemplado desde la distancia de los años. No puedo decir eso tan manido de que ‘no me arrepiento de nada’, sospecho que los que lo dicen mienten, en cualquier caso, si yo lo dijera mentiría soberana y desvergonzadamente y ya no tenemos edad (yo y la comunidad de bacterias, virus y demás pequeños seres que ‘somos’) para falsedades y disimulos. Se puede (y se debe si es que se puede) perdonar, pero olvidar sería un insulto a la inteligencia y a la memoria: amor y rabia pues.

Memoria grata y agradecida de los animales que acompañaron y todavía acompañan (etimológicamente ‘compartir pan’) los pasos y paseos en la ‘montaña azul’: ovejas, burras, gallinas, ocas, patos, la gata Neska, la yegua Mori, los canes Lupo, Violeta, Crono, Ursa, Nube, Elfo, Loba. Hay que reconocerlo: todos y todas son de las mejores gentes que he encontrado por estos lares, y aunque intenté estar a la altura del amor que me dieron, puedo afirmar con Durrell que en general todas me quisieron más de lo que yo fui capaz de quererles a ellas, lo que es motivo de sana vergüenza y una clara señal de que los animales tienen, por lo general, más inteligencia emocional que nosotras.

Desde esta atalaya privilegiada de granito, robles y enebros vi como cayeron las Torres Gemelas y la tormenta de furia imperialista que arrasó tanta vida en Afganistán, Irak, etc, padecí el califato neocon de ese pérfido frustrado denominado Aznar (que tuvo su reflejo esperpéntico a nivel micro en la alcaldía que sufrí en carne y huesos rotos), aquí pasé el dramático Tsunami de Sri Lanka, con horror también padecí el naufragio del Prestige, y poco después los atentados de Atocha y el fugaz espejismo de que el PSOE pudiera ser de izquierdas aunque fuera levemente (espejismo que se saldó en traición tal y como viene siendo la tradición de ese partido-empresa desde la dictadura de Primo de Rivera), y la revolución tunecina que tumbó al sátrapa Ben Ali, y la primavera árabe degollada por la coalición de militarotes lacayos del imperio, integristas y corruptos sanguinarios como Bhasar Al-Ásad, y nuestro 15M cooptado por esa banda de advenedizos con ínfulas que fueron capaces de reproducir todos los vicios de la peor tradición autoritaria de la izquierda en tiempo récord, y el mediterráneo convertido en una fosa común que retrata la desigualdad social y la herida colonial, y luego el Covid, la Dana de Valencia, la hecatombe palestina, etc, Tantas historias, tantos cambios y mutaciones, tantas tragedias y catástrofes en esa marcha incesante rumbo al abismo que ha tomado nuestra modernidad psicopática y esperpéntica…

También este bosque de la montaña azul ha conocido cambios profundos en estas tres décadas. Hay una historiografía silenciosa pero radicalmente esperanzadora en los bosques, los biólogos la llaman ‘sucesión ecológica’, y describe los cambios secuenciales que se dan en los ecosistemas para que haya cada vez más diversidad, más complejidad, más reciclado de materiales y energía y más equilibrio homeostático y mayor capacidad de resistir alteraciones y agresiones, es esa fuerza resiliente que les posibilita la recuperación después de las perturbaciones y el retorno al equilibrio. Es ese despliegue inteligente de la vida de la que somos absolutamente dependientes y a la que deberíamos poner atención.

Escuchar, observar, sentir al bosque es el paso previo para la ‘biomimesis’ (imitación de la vida), y la biomimesis es la estrategia más poderosa para la supervivencia de la especie, una supervivencia que hoy está en peligro precisamente por el despliegue de un poder tecnológico descomunal que no va en paralelo a nuestro progreso moral y a nuestra ética vincular. Hemos perdido el vínculo con la naturaleza, sin darnos cuenta que eso es tanto como condenarnos, que eso es la crónica anunciada de la catástrofe que ya estamos recorriendo.

En otras entradas de este blog ya he contado como esta montaña conoció un proceso de deforestación y sobrepastoreo que llegó a su culmen a mediados del siglo XX, y a partir de ahí entramos en un proceso de erosión y pérdida de suelo, crisis de la ganadería y abandono rural. En el tiempo que me ha sido concedido pasar aquí he asistido a la desaparición prácticamente total de la actividad ganadera y al declive radical de otras prácticas de aprovechamiento y/o explotación de los recursos naturales (leña, caza, agricultura de montaña, recolección de medicinales, setas, etc), es decir que la montaña azul ha tenido un intervalo de unas décadas para desplegar su poder de autorreparación y curación gracias a que los humanos la han dejado relativamente en paz. He tenido el privilegio de asistir a la reforestación espontánea de estas laderas: bosques jóvenes de robles y enebros han ido sustituyendo a los pastizales y creando suelos dinámicos allí donde habían sido reducidos a esqueléticos por la excesiva carga ganadera y el uso indiscriminado del fuego, se han podido desarrollar de nuevo los bosques de ribera que habían sido destruidos, la labor de fijar CO2 atmosférico en suelos cada vez más profundos y vivos y en la lignina de árboles y arbustos ha sido inmensa. Ha habido un aumento cualitativo y cuantitativo de la biodiversidad botánica y zoológica, el progreso de las poblaciones de ungulados (cabra montés, ciervo y corzo), la llegada del lobo a la asamblea de especies de la montaña azul, después de haber sido brutalmente erradicado a mediados del siglo pasado, es la más luminosa prueba de que el proceso de ‘renaturalización’ espontánea está siendo un éxito que debemos celebrar.

Sin embargo, este bosque juvenil y en expansión es también muy vulnerable a esa amenaza que de lustro en lustro ha venido creciendo hasta convertirse en una presencia amenazante y distópica: el fuego.

Este último verano, que en rigor no ha terminado todavía pues todavía ‘gozamos’ a mediados de octubre de temperaturas insólitamente altas y una total ausencia de lluvia, ha sido espeluznante. Si de pequeño me hubieran hecho describir el apocalipsis, mi redacción se hubiera parecido mucho a esos días del pasado agosto en que a unas temperaturas insoportables se unía el humo de los incendios circundantes, el estruendo de los helicópteros e hidroaviones que trataban de sofocarlos, la alarma, el miedo y el sentimiento de vulnerabilidad extrema y la inmensa pena por tanta vida destruida.

Después de padecer la pesadilla de los incendios encima tuvimos que tragarnos la eclosión de análisis y opiniones de especialistas sobrevenidos en incendios, en gestión forestal, y es que en ¡el mundo rural hay tantos sociólogos de barra de bar!. Así que no añadiré aquí otra opinión más a la cacofonía de los ‘cuñados’, vividores, oportunistas y negociantes del fuego, se lo dejo a los urbanitas y a los que viviendo nominalmente en el mundo rural siguen siendo mental y espiritualmente urbanitas.

Pero al menos hay que puntualizar algunos detalles. El sotobosque no es suciedad como argumentan los que ‘odian a los arbustos’ una subespecie de ‘homo ibericus’ derivada y complementaria de los arboricidas que llevan siglos deforestando, talando y quemando la atribulada piel de toro que nos acoge. La única suciedad que hay que sacar de los bosques peninsulares es la que dejamos en forma de basura, de infraestructuras y de contaminación los humanos. Otra puntualización: los bosques no arden por acumular combustible, más combustible se acumula en las gasolineras y por lo general no salen ardiendo, los bosques arden porque alguien les mete fuego. La mayoría de los análisis, bienintencionados en algunas ocasiones, pero no siempre, sobre las causas de los incendios ponen la carga de la culpa en las víctimas –los bosques- y no en los victimarios –los incendiarios-. Así que por muchos trabajos de prevención e inversiones en extinción que hagamos, el problema de fondo es educativo, mental y moral: mientras no superemos esa escisión cartesiana, capitalista, patriarcal y colonialista respecto a la naturaleza y respecto a ‘nuestra naturaleza animal’, seguiremos sin entender que el incendiario es una sombra del modo de vida terrorista, ecocida y a la larga suicida que constituye la normalidad civil de nuestro modo de vida imperial. El incendiario es el capitalismo, y el capitalismo somos todas y todos mientras no hagamos y demostremos lo contrario.

Queda, entonces, claro que el terror incendiario es una responsabilidad sistémica y una culpa enteramente antrópica: esa hubrys de especie llamada antropocentrismo. El marco ambiental que agrava hasta lo agónico la tragedia del fuego es la disrupción climática. Llevamos ya tiempo viendo un fuego nuevo, más violento, más cruel, más destructivo, que se alimenta de la colusión de altas temperatura, estrés hídrico por falta de precipitaciones y ruptura de los patrones regulares de lluvias, vientos más salvajes,… que son todos efectos y consecuencias del cambio climático. John Vaillant en su espléndido ensayo ‘El Tiempo del Fuego. Historia de un incendio en un mundo más cálido’ (Ed. Capitán Swing) describe el descomunal incendio de Fort McMurray, la capital del fracking canadiense, en 2016, y utiliza el término Piroceno para describir el mundo que viene/que ya habitamos en el que tenemos incendios cada vez más extensos y virulentos que escapan a toda capacidad de extinción humana, que crean su propia meteorología catastrófica y que retroalimentan la crisis climática al liberar giga toneladas de CO2 y destruir bosques y suelos, que es donde nos jugamos la posibilidad de contener o no la disrupción climática, que es tanto como decir la supervivencia de la especie.

Una de las manifestaciones de este salto cualitativo del fuego en el Piroceno son los denominados incendios de sexta generación que provocan pirocumulonimbos e incluso pirotornados. Esto es lo que tenemos: los incendios son a la vez causa y efecto del cambio climático. Por ello cualquier política de salvación de vidas y libertades ha de poner la lucha contra el fuego en el centro. Si sólo puedes luchar contra una de las muchas amenazas que penden sobre nuestras cabezas: lucha contra el fuego.

Dice Vayllant «cuando votamos, lo hacemos creyendo que nuestro voto se sumará al de los demás y que eso provocará una transformación… La combustión funciona de la misma forma: cada fuego que encendemos, lo veamos o no, es un voto más que se añade al poder transformador del dióxido de carbono… El fuego no tiene corazón ni alma, ni interés en saber el daño que provoca o a quién perjudica. Su único objetivo es seguir ardiendo y seguir extendiéndose por donde sea y como sea posible. En ese sentido el fuego se asemeja a las prioridades de la mayoría de las empresas comerciales, los consejos de administración, los accionistas y en general del impulso colonial en su conjunto… En un siglo, la falta de freno al arrojar el principal desecho del Petroceno a la atmósfera se ha convertido no sólo en nueva forma de colonización, sino también en el drama más reciente del bien común. Su impacto, la alteración de la práctica totalidad del sistema terrestre durante los próximos siglos será nuestro legado más duradero. Dado que uno de los resultados inevitables de la perturbación en curso es la extinción de especies, ese legado formará parte del ‘registro permanente’ de la humanidad”, y esta responsabilidad imperdonable e imprescriptible que describe el autor de ‘El tiempo del fuego’ es la pesada losa que tenemos que cargar, la consecuencia de esta orgía fósil y desarrollista que nos hemos dado en los últimos decenios. Hemos ido del Petroceno al Piroceno y a ver quién apaga ahora la hoguera global.

A promover ese cambio radical de mirada-creencia-sensación-sentimiento que hubiéramos necesitado he dedicado estas entradas bajo el epígrafe de Eco-grafías de la montaña azul. A celebrar la vida fastuosa que me rodea y de algún modo soy-somos, a denunciar a los enemigos conscientes y muchas veces inconscientes del bosque que somos-estamos. No creo haber conseguido el objetivo, es muy pretenciosa la aspiración de ‘cambiar al mundo’ tan cara a nuestra vieja y derrotada tradición izquierdista. Es muy fantasioso creer que apenas unas letras derramadas puedan alterar la marcha de la megamáquina que destruye cuerpos, ecosistemas, extingue especies, perpetra genocidios, extiende el fuego destructor como una pandemia, y acumula riqueza absurda que envenena almas y vínculos… Pero había que intentarlo. Al fin sólo somos fugaces narradores de cuentos y ojalá mis historias te hayan entretenido, si ya te hubieran tocado alguna fibra sensible pues miel sobre hojuelas.

Una respuesta a “Eco-grafía de la montaña azul, y 11.”

  1. No, quizás estas letras no varíen el rumbo de la megamáquina, pero sin lugar a dudas pones palabras, sentido, sentimiento, y en cierta manera, esperanza a muchos sentires. Gracias

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