
Eco-grafías de la Montaña Azul 09.
Comienzo esta nueva bolsa, cesta o capazo de palabras e historias en las inmediaciones del equinoccio de otoño, finalizando un verano que ha sido áspero y triste como pocos. Allende los laberintos personales y emocionales que le siegan a uno la hierba bajo los pies, la dureza del estío que termina entre tormentas (internas y externas, como es afuera es adentro) nada benéficas se puede detectar en la vegetación: los robles exhaustos tirando la hoja, las zarzas abrasadas de tal modo que las moras, que este año prometían una gran cosecha (ya paladeábamos anticipadamente la mermelada que íbamos a elaborar) han pasado, en un santiamén, de estar verdes a estar secas, los fresnos que yacen totalmente defoliados, los castaños están cansados de esperar la fina lluvia que engorde sus frutos y ya va siendo tarde, con lo que la cosecha de castañas también será magra.
Y luego está todo lo que no vemos: bajo la superficie seca y agrietada del terreno está el pueblo fúngico que otro año más tendrá dificultades para reproducirse cuando lleguen las lluvias ya tardías (si llegan), y podríamos continuar con la miríada de seres vivos que habitan bajo la superficie, tan ubicuos e importantes que juntos y entrelazados en tupida red constituyen un organismo vivo multifacético y radical (de raíz) que es la base de la vida toda que vemos en superficie, un despliegue fastuoso de interacciones y cooperación allí donde ‘homo economicus’ sólo ve ‘terreno’, metros cuadrados para edificar, perforar, hormigonar, arar, especular o envenenar.
Los que hemos padecido, muy a nuestro pesar, una educación católica conocemos desde edad temprana el valor del perdón (algo bueno tenía que tener), sin duda una virtud ética liberadora y pacificadora, que va mucho más allá de la religiosidad cristiana, y es compartida por otros muchos credos e incluso por las morales laicas, agnósticas y ateas. Es muy loable eso de perdonar las ofensas y a los enemigos (y a los abundantes amigos que se portan como enemigos) y yo, que fui buen alumno salesiano a mi pesar, lo intento las más de las veces, aunque no siempre lo consiga del todo.
Pero lo que nunca podré perdonar, ni quiero, es al capitalismo por habernos robado el verano. El estío ha pasado de ser la mejor estación del año en aquellos “días azules, con ese sol de la infancia” (que decía Don Antonio Machado), a ser un período de sufrimiento y desesperante búsqueda de alivio y frescura en la cueva, en medio del temor a los incendios, con el estrés de la lucha constante por los recursos hídricos menguantes y súper-explotados, y el agotador trabajo de regar huertas abrasadas, frutales agonizantes, en definitiva, tratando de “enfriar” la parcelita de territorio que cuido mientras casi todo y casi todos se empeñar en “calentar” más y más rápido: en los últimos 4 decenios de aceleración bárbara del sacrosanto crecimiento económico hemos emitido la mitad del CO2 que se acumula en la atmósfera y que corre el riesgo de asfixiarnos… o inundarnos, o ambas cosas consecutivamente.
O sea, que tenemos que reconocer que nuestra generación, en este desastre climático, es la mayor culpable de la historia, y esto es también imperdonable: estábamos avisados, no nos cabe aquello que dijo el Cristo en la cruz: ‘padre perdónalos porque no saben lo que hacen’, nosotros y nosotras sí sabíamos lo que hacíamos. Desde Mayo del 68, desde Rachel Carson y su Primavera Silenciosa, desde el primer informe del Club de Roma, estábamos sobre aviso, pero no sólo preferimos mirar para otro lado, sino que nos sumamos por activa y por pasiva al carro del ‘desarrollo de las fuerzas productivas’ (los socialistas), a la orgía de opulencia y riqueza material (los capitalistas), al eterno crecimiento del PIB (unos y otros)… y de ahora en adelante Gaia nos va a pasar todas las facturas pendientes cobrándose las deudas contraídas.
A unos pocos miles de kilómetros, en Centro Europa (cuna de algunos de los peores monstruos que ha parido la humanidad), por el contrario, las inundaciones han destruido regiones enteras de Austria, Chequia y Polonia. Las noticias que nos prescriben los medios del poder siempre dan detallada cuenta de la pérdida de vidas humanas y de las pérdidas económicas y en infraestructuras (artificiales), pero nunca nos hablan de las otras pérdidas irreparables: los bosques arrasados, los suelos fértiles perdidos irremediablemente, el exterminio de la fauna, la destrucción de las infraestructuras naturales que sostienen la vida entera, el holocausto ecológico inconmensurable que hay detrás de estos eventos dramáticos.
En’ La Maldición de la Nuez Moscada’ (ed. Capitán Swing), uno de los dos importantes libros en los que he encontrado refugio, consuelo e inspiración a lo largo de este verano y a los que voy a dedicar varios párrafos de este morral literario que deletreo y comparto, Amitav Ghosh explica de qué forma esta cosmovisión hegemónica ‘científica’ pretendidamente laica (pero que en el fondo es una metafísica mecanicista y supersticiosa que nos hace mirar al mundo como un recurso), es lo que nos justifica a la hora de someter y dominar físicamente territorios y personas, a la hora de extender e intensificar la conquista del mundo y los procesos de extracción de riqueza. Ese colonialismo invisible que habita en nuestra mirada occidental del mundo y ese excepcionalismo humano que nació de las tres religiones monoteístas del libro y que el capitalismo expande, pasa por considerar que “los planetas son inertes, que no tienen voluntad y no pueden actuar, que no existen sino como recursos que explotar por aquellos seres humanos lo bastante fuerte como para conquistarlos”.
Así, actualmente algunos de los peores especímenes de la raza humana se preparan para conquistar Marte, mientras otros (también de lo peorcito que ha parido madre) se empeñan en guerras que aceleran la de por sí galopante crisis multidimensional en nuestro planeta. Si la guerra siempre fue un crimen, si toda guerra es una guerra civil, esta deviene abominable cuando hemos cruzado el umbral de una crisis planetaria, crisis de la que el caos climático es la más dramática y omnipresente expresión, por eso hay que estar de acuerdo con el autor de ‘La Maldición de la Nuez Moscada’ cuando afirma: “resulta cada vez más difícil aferrarse a la creencia de que la Tierra es un cuerpo inerte que existe con el único propósito de proporcionar recursos a los humanos…, cada vez está más claro que la Tierra puede actuar, y de hecho actúa, solo que en escalas que reducen la brecha de 400 años que hay entre 1621 y 2021 a un mero instante…, los cambios climáticos de nuestra era no son sino la respuesta de la Tierra a cuatro siglos de terraformación”.
Aclaremos algunos puntos de este párrafo anterior: las fechas de 1621 y 2021 que usa el autor hindú no son casuales, la primera es la del genocidio perpetrado por la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales (VOC) contra la población de la isla de Banda con el objeto de hacerse con el monopolio del cultivo y comercialización de la nuez moscada, una especia valiosísima en aquel tiempo, que es el arranque del penetrante análisis del ‘colonialismo de colonos’ que hace en su libro. 2021 es el año en que escribió la obra. ‘Terraformar’ es el concepto que utiliza Ghosh para describir la violencia colonial que se inaugura en 1492 por la que se transforman inmensas extensiones de terreno que hasta la llegada del blanco habían sido gestionados de modos totalmente distintos, para adaptarlos a los estilos de vida europeos y eso pasó “por el inevitable socavamiento y eliminación de los modos de vida de quienes habían habitado esas tierras durante miles y miles de años”, en un proceso de guerra total e inacabada hasta hoy, en que poblaciones y culturas enteras fueron sometidas a procesos de genocidio y ecocidio. Estas modalidades de “exterminio” que luego volverían a Europa (y que hoy día vemos dramática e impunemente implementadas en Gaza) fueron ensayadas y puestas a prueba primero por españoles, portugueses, franceses e ingleses en América. Volveremos luego sobre esto, ahora me voy a permitir un giro narrativo.
Como decía más arriba, el verano se ha convertido, para los que vivimos enclavados en los bosques meridionales europeos estresados, en el tiempo del terror a los incendios. Mientras escribo estas líneas arden todavía cientos de incendios en la vecina Portugal, algo que ocuparía más nuestra atención mediática si no fuera porque una de las señas de identidad del rancio chauvinismo españolista es tratar a los vecinos portugueses como si no existiesen. Pero eso es harina de otro costal. En la montaña azul apenas hoy han caído cuatro gotas, así que todavía no podemos dar por terminado el riesgo de incendios, pero hasta ahora no hemos tenido que lamentar ninguno grande, sí varios pequeños, alguno muy significativo como el que afectó al ‘Freillo’, el yacimiento arqueológico del castro vetón de El Raso, que quemó los dos chozos reconstruidos y musealizados.
En una de esas ironías trágicas de la historia, lo que posibilitó que ardieran los chozos fue lo mismo que hace más de 2000 años posibilitó a los romanos una ventaja militar en su ofensiva contra los pueblos célticos peninsulares: las cubiertas vegetales (retama, piornos) con que los celtíberos cubrían sus edificaciones, unas techumbres eficientes energéticamente y sostenibles pero con el inconveniente de ser altamente inflamables en caso de que un ‘maldito’ romano les arrojara fuego, o de que un ‘maldito’ contemporáneo les diera cerillazo.
Tuve la fortuna de entrar en los chozos esta primavera, en una visita en la que un muy solvente guía nos contó la historia del castro celta, sus modos de vida, sus cultos. Se había hecho un cuidadoso esfuerzo de reconstruir como era la vida cotidiana de los vetones, su cerámica, sus herramientas, sus aperos y utensilios… todo evocaba una vida austera en lo material, pero con un cierto nivel de comodidad, estabilidad y excedente de riqueza, una sociedad neolítica avanzada de una gran riqueza comunitaria, vincular y espiritual, con un modo de vida sostenible e integrado en la naturaleza circundante de base agro-ganadera y con manufactura telar, alfarera y metalúrgica sofisticadas. Sorprende el enorme esfuerzo en cuanto a trabajo y recursos que una población de 2000-3000 personas tuvo que dedicar a la construcción de unas imponentes murallas defensivas, con fosos, puertas infranqueables, puertas trampa, etc, lo que evidencia que la seria y cruel amenaza del imperialismo (de los cartagineses y de los romanos) era ya entonces tan patente como lo ha sido en la edad moderna para los pueblos del Sur.
Entre los muchos hallazgos arqueológicos de este yacimiento y sus alrededores están unas aras latinas dedicadas al que se cree que fue uno de los principales dioses reverenciados por los aguerridos vetones: Vaélico, un Dios-Lobo, protector de la naturaleza y los bosques. Aunque las pocas referencias a esta vieja deidad nos llegan de la mano de sus enemigos romanos, el culto a Vaélico tenía una especial relevancia en los ritos iniciáticos de los guerreros vetones, así mismo era el conductor de almas después de la muerte, tal como Mercurio Psicopompo para los romanos.
Desde nuestra reduccionista mirada supuestamente ‘evolucionada y civilizada’ puede parecer paradójico que un pueblo eminentemente ganadero rindiera culto precisamente al lobo, un animal totémico también en las culturas nativas americanas, pero que para nosotros es el epitome de los enemigos de la ganadería. Incluso los invasores romanos destructores de las culturas celtíberas ponían a una loba en el mito de la fundación de Roma, la loba que amamantó a Rómulo y Remo.
Esto contrasta con la indignante y aberrante visión que tenemos del lobo hoy en día. A cualquier observador mínimamente racional que pueda sustraerse al sesgo antropocéntrico y ecocida implícito (y a veces explícito) en la mentalidad española rampante, le escandalizaría que un país en el que hay 6,5 millones de vacas, 50 millones de cerdos (sin contar los humanos), 14 millones de ovejas y 2,5 millones cabras, ¡los 2.600 o 3000 lobos que quedan en el país sean el principal problema de la ganadería!, y que esto justifique su caza por todos los medios legales e ilegales posibles. Hay que ser muy mezquinamente antropocéntrico para pensar así.
Menos de 3000 ejemplares de ‘canis lupus signatus’ son un contingente que ni siquiera asegura la viabilidad genética de la especie, y los daños que genera a la desmesurada e insostenible cabaña ganadera española son insignificantes económicamente si los comparamos con los perjuicios que para el sector significan las importaciones masivas de carne barata, el control oligopólico del mercado por parte de las grandes superficies que hunden los precios, las enfermedades epizoóticas o los perjuicios de los eventos climáticos adversos que la industrialización e intensificación del sector primario acelera e incentiva con sus emisiones de metano y CO2. El rechazo al lobo no es una cuestión de perjuicios sino de prejuicios, a veces un simple prefijo lo cambia y lo explica todo.
Cuando se incluyó al lobo en el Listado de Especies Protegidas que prohibía su caza por placer (no así para controles poblacionales justificados ‘científicamente’), se alzó un coro bien orquestado de enemigos de la biodiversidad que incluía a ganaderos, cazadores y derechistas rurales en general, pero lo que me más dolió fue ver en esta coalición a algunos autodenominados “agroecológicos”, pretendidos defensores del mundo rural, y presuntos ‘pastores en resistencia’…
No sé qué agroecología puede justificar la caza, erradicación y exterminio de un súper-depredador en la cúspide de la cadena trófica. La agroecología de la que yo bebí desde que en 1991 (ya ha llovido) se publicaron los primeros textos sobre el tema del mexicano Víctor M. Toledo en la revista Ecología Política no iba de eso. Todas las evidencias científicas sobre el papel de los grandes carnívoros en los ecosistemas subrayan la importante función de los servicios ambientales que estos prestan y que redundan en la salud de los ecosistemas y por tanto en la viabilidad y rendimiento de las explotaciones agropecuarias a medio y largo plazo, por mucho que a corto puedan implicar algunas pérdidas y dificultades. Pero no hay drama: si los ‘agroecológicos’ se ponen del lado de ASAJA, La Unión, UPA, COAG, Vox y PP, yo ya no soy de los nuestros. Punto.
Pero esto sí sirve para ilustrar como ha permeado hasta en los sectores más alternativos de nuestra sociedad este imaginario de que el hombre (en masculino y de color blanco) es un ser excepcional que puede disponer del resto de la creación a su antojo, ya lo dice la biblia en una de las declaraciones más descarnadas de antropocentrismo que ha se han puesto negro sobre blanco. El historiador Lynn White ya explicaba hace más de 5 decenios como en ese mandato del Génesis en el que Dios otorga al hombre el dominio sobre la naturaleza y las aves, los peces “y todo animal que se arrastra sobre la tierra” expresa toda la arrogancia judeocristiana respecto a la naturaleza y hace del cristianismo “la religión más antropocéntrica de la historia”.
Con esta lógica incluso se puede hasta llegar a justificar e implementar el exterminio, incluso de los propios congéneres considerados brutos, inferiores, o deshumanizados. Toda guerra y todo genocidio empieza por la deshumanización del adversario y esa creencia bárbara está en el corazón del pensamiento ilustrado europeo, incrustada en la modernidad colonialista y racista europea cuyos epifenómenos padecemos hoy, ya a plena luz del día y sin disimulo, en el ascenso de la extrema derecha, del racismo y en la cooperación necesaria con los crímenes de lesa humanidad que comete la entidad sionista. Como bien dice Ben Ehrenreich: “hasta que no imaginásemos el mundo como muerto, no podríamos dedicarnos a matarlo”.
Pero la pregunta es ¿cómo hemos llegado hasta aquí?, ¿cómo hemos pasado de adorar al lobo como un dios en estas mismas montañas, a perseguirlo y odiarlo hasta conseguir su erradicación en el siglo XX, y que todavía en el siglo XXI haya tanta gente que se oponga y obstaculice su retorno a lo que siempre fueron sus territorios y biotopos?.
El medievalista italiano Riccardo Rao en su trabajo ‘El Tiempo de los lobos’ (Historia medioambiental y cultural de un animal fabuloso) explica que ni siquiera en la Alta Edad Media el lobo era un animal maldito y perseguido, es en la Baja Edad Media a partir del siglo XIII, en el marco de las luchas de la iglesia contra las herejías cátaras y valdenses, cuando desde el poder eclesiástico y político se empieza a asociar al lobo con lo rebelde, lo pecaminoso y lo demoniaco, pero sobretodo es a partir del siglo XV y XVI que la iglesia católica europea intensifica la identificación del lobo como criatura maligna, feroz, sobrenatural y demoníaca, un imaginario despreciable que llega a nuestros días.
No es ninguna casualidad que la persecución del lobo coincida en tiempo y espíritu con la conquista de América y el establecimiento del ‘colonialismo de colonos’, con el nacimiento de la Inquisición y la persecución de las brujas: “en el imaginario de los inquisidores, que muy pronto se extendió a toda la población, lobos y brujas se convierten un binomio casi inseparable” dice Riccardo Rao. De esta época que ya no es la ‘oscura’ Edad Media sino la supuestamente ‘luminosa’ Edad Moderna proceden también los terroríficos relatos acerca del hombre-lobo, la licantropía y las maléficas pastoras de lobos que se extienden por los campos europeos.
El lobo se asocia por parte de la iglesia católica a la naturaleza salvaje en general y en concreto a la sexualidad femenina, “los procesos por brujería que se instaron contra las mujeres lobo y que en ocasiones presentaron un evidente carácter misógino se convirtieron en una de las herramientas con las que la sociedad cristiana reguló y disciplinó la sexualidad femenina” (Rao). El genocidio más ecocidio americano, la quema de brujas y la persecución del lobo (y del oso, del zorro, …) forman parte de la misma narrativa patriarcal que arranca miles de años antes pero que el capitalismo intensifica, ‘industrializa’ y automatiza psíquicamente en un proceso introyección que alcanza incluso a las masas pobres campesinas europeas. De modo que los pueblos que vivieron y viven en estrecho contacto con la naturaleza, como los vetones o los ‘indios’ norteamericanos, lograron integrar la conflictiva convivencia con el lobo de un modo armónico e incluso sacralizándola ritualmente, proyectando sobre el lobo aspectos divinos, iniciáticos y redentores, en un mundo en que no sólo los humanos tenían voz y hacían historia, sino que también la naturaleza ‘hablaba’ y tenía agencia. A esto último vuelvo al final. Pero las sociedades urbanas, civilizadas, con una concepción política patriarcal, y una cosmovisión mecanicista que mira a la naturaleza ‘desde fuera y desde arriba’ como un mecanismo inerte y meramente instrumental, consideran al lobo como un enemigo, despojado de todo derecho a la existencia libre, irreductible y salvaje y por supuesto carente de toda magia.
Por suerte 500 años o más de feroz persecución al lobo por parte de una coalición de clérigos, militarotes, inquisidores, escopeteros y rancios machistas de diversos pelajes, a la que se unieron ya en el XIX biólogos-casi-biocidas darwinistas (coalición que todavía colea hoy y que incluso avanza electoralmente), no han conseguido erradicarlo. Como milenios de represión de la sexualidad femenina, feminicidios y opresiones patriarcales no han podido abortar la re-evolución feminista en ciernes.
Hace dos años se analizaron unas heces encontradas en terrenos de esta montaña azul muy próximos al castro celta de El Freillo y las pruebas genéticas fueron concluyentes: eran de una loba. En algunos sectores oscurantistas y retrógrados cundió la alarma, pero también fuimos muchos los que, discretamente, celebramos el retorno del lobo a la asamblea de especies del sur de Gredos. Quién sabe si a la vuelta de la tempestad que se está desatando en el mundo, los y las que sobrevivan en este eco-tono granítico del sistema central volverán a rendir culto a Vaélico o alguna otra representación totémica de la fuerza salvaje y guerrera de Gaia y volverán a atender a la sabiduría de las mujeres-medicina.
Esta historia de resistencia del lobo (y de las mujeres, y de la naturaleza toda) contiene una enseñanza muy edificante sobre el enorme poder de Gaia que, si bien no debe servir para justificar la inacción climática o para seguir tolerando la destrucción de ecosistemas, sí nos puede poner en una perspectiva más optimista, y proporcionarnos consistentes argumentos para la FE.
De esta fe trata precisamente ‘Islas del Abandono’. La vida en los paisajes humanos (ed. Capitán Swing), en el que la escocesa Cal Flyn hace un recorrido por doce lugares del mundo sometidos a brutales agresiones o abandonos, lugares ‘malditos’ de los que los humanos se han retirado voluntaria u obligadamente, lugares que han quedado a merced de los procesos naturales de recuperación o reparación. Ella misma lo explica así en el prólogo: “he pasado dos años visitando sitios donde lo peor ya ha pasado. Paisajes destruidos por la guerra, las catástrofes nucleares, los desastres naturales, la desertificación, la toxificación, la irradiación, el colapso económico. Por tanto, este debería ser un libro sobre la oscuridad, una letanía de los peores lugares del mundo. Pero, en realidad, es una historia de redención, de cómo los escenarios más contaminados del planeta pueden rehabilitarse a través de procesos ecológicos”.
En sus páginas nos invita a visitar la zona de exclusión de Chernobyl dónde la retirada de los seres humanos ha propiciado una explosión de vida salvaje, dañada y mutante, pero vida, al fin y al cabo, en unos terrenos irradiados a los que incluso han vuelto algunos de sus antiguos moradores humanos. O el atolón pacífico de las Bikini en dónde en 1954 se realizó una de las pruebas nucleares más bestiales de la infausta carrera atómica, cuyo cráter fue visitado en 2008 por una expedición científica que comprobó con sorpresa que se había regenerado un floreciente ecosistema submarino. “Aunque la radiación no les hace ningún bien, los beneficios de la ausencia de humanos compensan con creces el daño”.
Proliferación de vida salvaje que también encuentra en las zonas desmilitarizadas de Chipre, Corea del Norte o la cordillera del Cóndor entre Perú y Ecuador, lugares en que tras un conflicto militar y la retirada humana de amplias franjas de territorio los terrenos han sido ocupados por la flora y la fauna que en otros espacios es mutilada por la acción del hombre y aquí puede desarrollarse sin restricciones, haciendo de paso un espléndido y florido homenaje a la paz. La autora nos lleva también a otro escenario bélico: el bosque prohibido de la zona roja de Verdún en Francia, dónde se sostuvo la batalla más cruenta de la I Guerra Mundial y probablemente de toda la historia, en unos veinte kilómetros cuadrados murieron 300.000 soldados y casi medio millón más fue herido y gaseado con agentes químicos, se dispararon 40 millones de proyectiles, 6 por metro cuadrado de terreno, con lo que la contaminación por metales pesados y los depósitos de arsénico son más de un siglo después un peligro letal, y dónde sin embargo hay procesos en marcha de revegetación que sirven para aprender sobre las posibilidades de la fitorremediación: plantas capaces de extraer del suelo los metales pesados y otros venenos contaminantes, un método más barato y menos intrusivo de tratar los muchos suelos contaminados que la industrialización está dejando en tantos lugares de la tierra.
Especialmente alentador es el capítulo dedicado al abandono de tierras agrícolas en Estonia y otras repúblicas exsoviéticas tras la caída de la URSS. En Estonia desde entonces la superficie boscosa ha ganado más de quinientas mil hectáreas, en toda Europa del Este y de la Rusia europea se estima que 10 millones de hectáreas pasaron de ser tierras explotadas agronómicamente a bosques en lo que de hecho es “el mayor sumidero de carbono artificial de la historia”, y esto explica que los niveles de CO2 en la atmósfera no hayan aumentado en la misma proporción que las emisiones antropogénicas provocadas por la quema de recursos fósiles, y nos enseña que no necesitamos geoingeniería o milagrosos hallazgos técnicos para capturar el dióxido de carbono liberado a la atmósfera, ya disponemos de la tecnología barata para ello: los árboles, mejor dicho los bosques. Sólo necesitamos dejar de emitir CO2, dejar de quemar petróleo, carbón y gas, “puede que lo único que necesite la Tierra para absorber las enormes cantidades de carbono que alteran el clima es que la dejen en paz”.
Este proceso de extensión del bosque tras la retirada de los humanos y sus modos de explotación y extracción desmesurados es precisamente el mismo proceso al que asistimos durante el último medio siglo en esta montaña azul: tras el abandono de la ganadería, que sobrepastoreaba superando la capacidad de carga del ecosistema montano y hacía un uso masivo y dañino del fuego, se han revertido los procesos de erosión y deforestación y esto ha permitido la recuperación de la cubierta forestal, una explosión de la biodiversidad (la expansión de los ungulados, el retorno del lobo…) fijando millones de toneladas de CO2 que de otro modo estarían acelerando la crisis climática.
Este proceso de ‘transición forestal’ es generalizado en toda la península ibérica y es una de los aspectos más positivos, mal que nos pese, del abandono rural: la recuperación de la superficie arbolada y de la extensión de las zonas boscosas. Pero en ese espíritu antropocentrista que presume de que siempre sabemos que es lo mejor para los ecosistemas, tenemos que escuchar, con paciencia, cada vez más voces que claman contra el abandono del campo y de los montes, contra el peligro de los incendios (como si las cerillas se criaran espontáneamente en los bosques), voces bienintencionadas, sin duda, que proponen ‘limpiezas’, y hacer ‘mosaicos’, y pistas de acceso para los bomberos (más bien usadas por los escopeteros) y todo tipo de onerosas intervenciones que según Flyn “en ocasiones pueden hacer más mal que bien,… debemos aprender moderación y reconocer cuándo es mejor dejar que sea la propia Tierra la que decida”, en esa misma línea es que el biólogo E. O. Wilson reivindica que dejemos la mitad de la superficie terrestre libre de toda intervención humana degradante para la naturaleza salvaje, como una reserva de biodiversidad autorregulada que sería un ‘seguro de vida’ colectivo para la humanidad y una garantía de futuro.
‘Islas del abandono’ recorre también los paisajes del abandono urbano en Detroit, las cuencas del río Passaic contaminados con PCB, creosota, DDT y el herbicida fenoxi (que juntos conforman el Agente Naranja empleado como defoliante en la guerra de Vietnam, la guerra entre humanos siempre es una guerra contra la naturaleza) y otros desechos de la industrialización desatada en los USA, donde a pesar de todo unos pequeños pececillos han evolucionado aceleradamente para hacerse resistentes al PCB, o el parque botánico de Amani en Tanzania que primero los alemanes y luego los ingleses gestionaron en ese proceso de terraformación colonialista violenta y desde el que se han liberado decenas de especies exóticas e invasivas que socavan la estabilidad de los ecosistemas autóctonos tanzanos, o la isla escocesa de Swona en la que un grupo de vacas lecheras fueron abandonadas a su suerte y en unos decenios han recorrido el camino inverso de la ‘domesticación’ para asalvajarse y contra todo pronóstico prosperar libres de la intervención y el supuesto ‘cuidado’ humano… historias todas emocionantes de cómo la vida, pese al daño, persevera y logra aferrarse a los intersticios de luz que subsisten en medio de tanta oscuridad. “El mundo está corrompido, de eso no hay duda, pero también es un mundo que sabe vivir. Posee una gran capacidad reparadora, regeneradora, de perdón (en cierta manera) si sólo dejamos que lo haga. Tierras que fueron taladas para los cultivos hace siglos se vuelven bosques en cuestión de años. Entornos vaciados de sus habitantes pueden repoblarse por voluntad propia. Incluso los peores lugares se convierten en ecosistemas de gran importancia… con este libro no pretendo dar vía libre a quienes desean seguir saqueando nuestro planeta. En mi opinión, estos relatos de redención ofrecen algo distinto: son antorchas e iluminan un paisaje oscuro, faros de esperanza en un mundo que, a veces, se siente despojado de ella. Nos recuerdan el poder inherente del mundo que nos rodea. Y también hay estudios sobre ceder en ocasiones el control”.
Este proceso de reparación y redención que necesitan los dañados ecosistemas del mundo entero pasa por escuchar a la naturaleza, y escuchar aquí no es una metáfora, significa textualmente atender las historias que narran las otras especies, poner oído a los relatos de Gaia y sus criaturas. Amitav Ghosh explica como el proyecto colonialista es un proceso de silenciamiento no sólo de otros pueblos y otras culturas, sino de la propia naturaleza, “la colonización fue también un proceso para subyugar, y reducir a la mudez, a todo un universo de seres que antaño se pensaba que tenían agencia, poder de comunicación y capacidad de producir sentido: animales, árboles, volcanes, nueces moscadas”, en un proceso de brutalización colonial: todo lo que no es civilizado, europeo y blanco es bruto, pura materia desprovista de otros atributos, y por lo tanto utilizable, explotable y en última instancia destruible.
Sin embargo en la crítica situación a la que nos ha abocado el Capitaloceno ya no podemos negar la agencia histórica de entes no humanos como los virus, la corriente del golfo, las sequías e inundaciones, el propio fuego, etc, Ghosh se pregunta “¿qué pasaría si las personas consideradas por las élites occidentales como brutas y salvajes –aquellas que veían signos de vitalidad, vida y significado en seres de otros muchos tipos- fueran quienes siempre tuvieron razón?. ¿Qué pasaría si se tomase en serio la idea de que la Tierra está repleta de otros entes que actúan, se comunican, cuentan historias y producen significado?… así, es del todo posible que, lejos de ser un atributo humano en exclusiva, la facultad narrativa constituya ‘la más animal’ de las habilidades humanas, producto de uno de los rasgos que de manera innegable compartimos con los animales y muchos otros seres: el apego al lugar. Tal vez, pues, contar historias, lejos de separar a los humanos de los animales, sea en realidad el resto más importante de nuestro yo anteriormente salvaje… es una carga pesada la que hoy recae sobre escritores, artistas, cineastas y cualquier persona involucrada en contar historias: es nuestra responsabilidad devolver de manera imaginativa la agencia y la voz a los no humanos. Como ha sucedido con las empresas artísticas más importantes de la historia de la humanidad, esta es una tarea a la vez estética y política, y, debido a la magnitud de la crisis que asola al planeta, es ahora de la más apremiante urgencia moral”. ¿Qué más se podría añadir?.
A esta tarea de dar voz a ‘los otros’ con los que comparto mis días breves en la montaña azul es a lo que dedico este blog.
Si has llegado hasta aquí leyendo quiero expresarte mi más profundo agradecimiento. Sólo quien ha escrito algo sabe la cantidad de horas y desvelos que hay detrás de este texto, y me refiero sólo al proceso de ideación y escritura, toda la documentación previa que lleva aparejada la escritura de estas líneas es puro placer y no sólo: puro ejercicio de supervivencia intelectual-emocional, el salvavidas al que me aferro para navegar esta tormenta de afectos negativos que nos depara la cotidianeidad catastrófica del siglo 21. Este trabajo, estas historias, este abrirme las venas a través de las letras sólo cobra sentido cuando tú lo lees y quizás te sientas afectado (de afecto).
Este texto se ha escrito con un fondo sonoro de ulular de cárabos y el canto telúrico de la berrea de los ciervos, ellos también narran, hacen su historia, ojalá algo de sus afanes y belleza te llegue a través de este privilegiado habitante emboscado que enhebra palabras. Gracias, gracias a GAIA en primer lugar y a ti. GRACIAS y tengamos Fe compartida.
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