
Eco-Grafías 06. La irrupción de Gaia.
Tras las primeras lluvias de esta otoñada adelantada se puede sentir el respiro y el alivio del bosque que abriga a esta montaña azul. Ya hemos podido escuchar, allá arriba, la berrea de los ciervos, esa voz telúrica y sobrecogedora que nos reconecta al ciclo de la vida y anuncia la dicha y el placer equinoccial que habita humildemente agazapada en los días del otoño. La berrea, como tantos otros rituales animales, nos muestra que la principal estrategia de Gaia para perpetuarse viva y vibrante, consiste en el ciclo del amor renovado en cada danza anual de nuestra revolución alrededor del sol. Una danza que contiene las semillas de la eternidad y que sin embargo hoy está en peligro.
El verano ha sido tremendo, parece que hemos de acostumbrarnos a la tragedia de haber convertido el verano en un infierno intermitente pero agobiante. El bosque da cuenta de las heridas que ha sufrido por la concatenación fatal de calores despiadados y sequedad extrema acumulada que han provocado la defoliación temprana de los robles, una defoliación que ha alcanzado incluso a los resistentes enebros.
Desde que hace más de un cuarto de siglo fui acogido bajo estas faldas graníticas he visitado regularmente a un grupo de encinas muy llamativo por ser las únicas en todo este contorno que discurre a unos 800 metros de altitud. La encina es el árbol que acompañó los momentos más felices de mi infancia en un pueblecillo castellano otrora hermoso, una aldea que sólo tuvo una desgracia, pero muy grande: la de estar tan cerca del cáncer metropolitano capitalino que sus metástasis urbanísticas arrasaron el bosque y los paisajes de mis días azules. Por eso “contemporicé” mucho con este pequeño rodal de encinas enanas encaramadas en un canchal de granito sin apenas suelo fértil. Apenas levantaban un metro del suelo porque estaban constantemente sometidas al ramoneo de las cabras que, cuando vine, todavía pastaban por miles por aquí. Las visitaba de vez en cuando y me maravillaba de su capacidad de resistencia a las podas constantes de las cabras, y de su capacidad de supervivencia a las cada vez más duras condiciones climáticas: la ola de calor de 2003, la tremenda sequía de 2006 y las que se sucedieron ya en la segunda década del siglo como el brutal verano de 2022. Ya con la retirada de todos los rebaños de caprino creí que incluso prosperarían, porque sólo tendrían que soportar la predación mucho más esporádica de los ciervos y corzos. Pues bien: hace unos pocos días subí a visitarlas y están totalmente secas: han sucumbido al estío de 2023. En otras eco-grafías he dado cuenta del progresivo declive de este bosque, pero la muerte de estas encinas marca un hito, un punto de inflexión, de algún modo son “el canario en la mina” que anuncian un tiempo de catástrofes, en el marco de lo que, hace ya unos años, la historiadora belga Isabelle Stengers denominó la intrusión de Gaia en la historia.
Los 1000 litros de precipitación por kilómetro cuadrado de Grecia, el primer huracán en la cuenca del Mediterráneo (Medicán es el neologismo con el que denominan a estos fenómenos insólitos que anuncian un infausto futuro para las poblaciones que nos amontonamos a orillas de la “bañera de Ulises”), la hecatombe de Libia, ese pobre país destruido por la OTAN para extraer el oro negro que alimenta la megamáquina del capitalismo global, las sequías y los incendios pavorosos, etc, son todos fenómenos que dan cuenta de la brutalidad de esta irrupción de Gaia en la historia y en nuestras vidas concretas. Una brutalidad que se corresponde punto por punto a lo que la provocó: la brutalidad de un capitalismo intrínsecamente irresponsable. Irresponsable porque no responde de sus cuentas pendientes con los pueblos, con las mujeres y con la naturaleza, y al que ahora se le presentan de golpe todas las facturas impagadas y todas las deudas aplazadas.
En este sentido Isabelle Stengers afirma: “luchar contra Gaia no tiene ningún sentido, hay que aprender a contemporizar con ella. Contemporizar con el capitalismo tampoco tiene ningún sentido, hay que luchar contra su dominio”.
Contemporizar, etimológicamente procede del latín “cum” que significa agregación y de “temperare” que significa templar, y significa “acomodarse al gusto o dictamen ajeno por algún respeto o fin particular”, así que podríamos pensar que debemos acomodarnos a los límites de la naturaleza por respeto a sus límites y desacomodarnos, exiliarnos o huir de la hubris sin límite capitalista, patriarcal y colonial y de sus insaciables deseos y mandatos de acumulación y crecimiento lineales. De otro modo expresado: contemporizar podría sugerir la necesidad de habitar con los tiempos lentos y los ciclos de la naturaleza que son opuestos, y sobre todo ajenos, a los tiempos lineales, acelerados, extenuantes y entrópicos del capital.
Para los griegos uno de los peores pecados es la ya mencionada hubris o “hybris”, que podemos traducir como desmesura, exceso, ansia exagerada y omnipotencia, en la mitología griega este deseo de transgredir los límites impuestos a los seres humanos y la aspiración a ser como dioses era duramente castigado. El capitalismo conforma una sociedad de pobres diablos que aspiran a ser y vivir como dioses a base de huir del vacío existencial inherente a una vida sin sentido, acumulando bienes materiales y consumiendo todo tipo de mercancías vanas. La irrupción de Gaia en forma de desastre climático puede ser entendida o sentida así, como la consecuencia de habernos dejado seducir a nivel colectivo por la fantasía del dominio, la conquista, el materialismo más burdo y el ansia de control. Esa especie de delirio patriarcal, colonial y antropocéntrico que llamamos progreso nos ha llevado a despertar a las furias de la naturaleza, y la pregunta que nos deberíamos hacer es como habitar este tiempo de catástrofes, como contemporizar con las Moiras, porque quizás aplacarlas ya es imposible: ayer mismo conocíamos que, pese a la que está cayendo ya sea en forma de sequías o de tremendas inundaciones, hemos alcanzado otro record histórico de emisiones y de acumulación de CO2 en la atmósfera, y como los hermanos Marx seguimos acelerando al grito de “más madera”.
No hay esperanza de que ningún gobernante o político de ningún signo siquiera entienda la gravedad de la situación, mucho menos de que puedan o quieran poner remedio, no hay esperanza tampoco de que las fuerzas financieras y empresariales que dominan la economía mundial vayan a emprender los cambios tan radicales que exige la situación de emergencia mundial. Ni siquiera hay esperanza de que un levantamiento popular que habría de ser global, unánime e inminente pueda tumbar todos los palacios de invierno, casas blancas, elíseos, etc y derrotar a todos los ejércitos del mal (todos los ejércitos son del mal). El budismo detesta la esperanza porque se basa en el apego tóxico a expectativas de futuro, en su lugar sugiere el optimismo radical como actitud vital y compromiso moral con la vida. En tanto que ya no hay esperanza quizá habría que explorar la vía de este optimismo contra-fáctico o anti-intuitivo, o como enseñaba el Don Juan de Castaneda: el desatino controlado, como una ascesis personal desde la que habitar ética y productivamente este tiempo de catástrofes.
Stengers coincide con Kimmerer (Una trenza de hierba sagrada) en que una de las vías de salvación es prestar atención. Prestar atención es caminar observando los trabajos de Gaia, es la biomímesis, que propone Riechmann, como imitación de los procesos en que se desenvuelve la vida para llegar a ser tan rica, diversa, nutricia y compleja como ha llegado a ser después de más de 4000 millones de años sobre el planeta Tierra. Prestar atención es desde luego mirar con amor y detenimiento, pero también es escuchar. Escuchar el viento, el canto de las aves, el discurrir de las aguas, el oleaje, prestar atención requiere silencio interior para que hable en él el mundo y su vibración. Prestar atención es acariciar, plantar los pies en la tierra fértil o en la roca desnuda, es descender los ríos y ascender a las cumbres, es volar con la forma iridiscente de las nubes, es mirar una flor hasta pulverizarse lo ojos. Prestar atención es mirar el rostro de los semejantes y de los ajenos y sentir compasión. Decía Fernando Pessoa que “nada produce tanta religiosidad como mirar el rostro de la gente”. Prestar atención es leer los paisajes y descubrir su historia, es atender el sufrimiento de las otras especies y hasta donde esté en nuestra mano atenderlo, paliarlo, echarnos sobre nuestros hombros la responsabilidad de evitar el máximo de dolor innecesario, y todo el que provoca el capital y el patriarcado lo es.
Otra vía de salvación en la que coinciden Stengers con Kimmerer y Snyder (La práctica de lo salvaje) es la que pasa por honrar a Gaia. Stengers no se hace las ilusiones metafísicas tan frecuentes en ese “consumismo espiritual” que conocemos como New Age: “nadie dice que entonces todo tendrá un final feliz porque Gaia ofendida es ciega a nuestras historias. Tal vez no podamos evitar terribles adversidades. Pero depende de nosotros –y es ahí donde puede situarse nuestra respuesta a Gaia- aprender a experimentar los dispositivos que nos hagan capaces de vivir esas adversidades sin volcarnos en la barbarie, creer en lo que alimenta la confianza allí donde amenaza la impotencia terrorífica. Esa respuesta, que ella no oirá, confiere a su intrusión la fuerza de un llamado a tener una vida que valga la pena ser vivida”. Honrar a Gaia es entonces un camino inverso al que nos dictan, o nos dictamos, desde hace un par de siglos, honrar a Gaia es respetar los límites de los ecosistemas, aunque ya hayan sido violados por la máquina productiva que ensucia la tierra, las aguas, las sangres y los espíritus, es vivir el presente desoyendo los cantos de sirena del entretenimiento, la evasión, la distracción y el despiste que promueve nuestra suicida cultura de masas. Honrar es cultivar la belleza, belleza en los gestos, en los actos, en los pensamientos, obrar bellamente como lo hace la naturaleza. Honrar a Gaia es detestar la guerra tanto como se ama las cosas necesarias para la vida buena, es cuidar a la infancia de todas las especies, pero especialmente a la nuestra, a la que hemos robado el mundo. Cada vez que nos cruzamos con una niña o un niño deberíamos arrodillarnos y pedirles perdón. Honrar a Gaia es también pedir perdón por las violencias de que somos cómplices (en cualquier gran superficie hay tanta violencia condensada como en cualquier campo de concentración de la más cruel de las guerras, cada depósito de gasolina quemado deja un reguero de dolor y muerte, cada vuelo en avión es un ecocidio, cada kilo de carne contiene una tonelada de dolor infame), y dar las gracias por los muchos dones que todavía, pese a todo lo que le hemos hecho, la Tierra nos sigue concediendo. Honrar a Gaia es cubrir de amor bondadoso e incondicional a los niños y niñas, es defender los bosques de los que los maltratan, es desobedecer la compulsión del consumo ciego, es cuidar las flores del jardín, y compartir los frutos del huerto. Honrar a Gaia es cantar, tocar y danzar. La música es un lenguaje que compartimos con las otras especies. Desde las ballenas, a los búhos, a los grillos y los ciervos, todas las criaturas cantan desde el nacimiento a la muerte, y cantan para celebrar los nacimientos y consolarse de las muertes, cantan para acompañarse, para cortejarse, para festejarse. La música es el aliento de Gaia en nuestra voz, la armonía en nuestros cuerpos sólo provisionalmente ocupados por nuestra conciencia … antes de volver al barro, al polvo, a las cenizas y desde ahí recomenzar el ciclo eterno de la música del universo. En La Inmensidad del Mundo (‘Una historia de cómo los sentidos de los animales nos muestran los reinos ocultos que nos rodean’) el periodista científico Ed Yong nos relata que en el reino animal hay colores, sonidos, tactos, gustos que no percibimos los humanos, también hay sentidos de los que carecemos, la experiencia del “entorno” sensorial del Gaia es fastuosa, del mismo modo hay canciones, músicas y ritmos en el reino animal (y Stefano Mancuso añadiría que también en el vegetal) que no podemos escuchar pero que debemos respetar, que debemos tratar de imaginar y adorar. El naturalista Henry Beston dice de los animales: “No son nuestros iguales ni nuestros inferiores: son otras naciones atrapadas con nosotros en la red de la vida y el tiempo, compañeros de la prisión ardua y esplendorosa de la vida… se mueven completos y acabados, dotados de ampliaciones de los sentidos que nosotros hemos perdido o jamás tuvimos. Viven siguiendo voces que jamás escucharemos”.
Paseo por el bosque de la montaña azul, contemplo los sauces que desde que se fueron los rebaños están volviendo a repoblar el cauce de la humilde garganta que calma nuestra sed de milenios, en unos decenios (si no se lo impedimos) deberían haber reconstruido el bosque de galería que protegerá a las aguas del atosigante sol del estío, que frenará las avenidas de agua, que sostendrá la vida de tantos pájaros, mamíferos, insectos y de la miríada de microorganismos tan pequeños como fundamentales para el biotopo. Hay que defender a los sauces, hay que prestarles atención, hay que disfrutar de su floración temprana y de su sombra agradecida, es la forma que aquí y ahora adopta mi plegaria a Gaia. La estrategia de los sauces es la proliferación de sus semillas que en el principio de la primavera son dispersadas masivamente, sólo brotarán las pocas que encuentren un sustrato suficientemente húmedo, y de esas sólo prosperarán las que logren asentarse sobre un suelo que siga húmedo durante el verano, todos los años los sauces repiten el intento, todos los años llegan un poco más arriba, un poco más lejos. Deberíamos aprender de ellos esa generosidad de sus sementeras, su pasión de vida y agua, devenir sauces. Eso es biomimésis.
Paseo entre robles que ya estaban cuando vino Napoleón y que deberían seguir estando cuando de este cuerpo mío no queden ni las cenizas. Ando sobre rocas graníticas que ya pisaron los neardenthales y que quién sabe que otras especies pisaran si finalmente la nuestra no encuentra el modo de sobrevivir a sus sombras y monstruos. Por estos caminos anduvieron los vetones, los romanos (“malditos” que decía Asterix no sin razón), los árabes y judíos, los cristianos…, ninguno los ensució y violentó tanto como el “pueblo del capitalismo” que somos, por eso nuestra aventura cultural va a ser breve, trágica, pero breve, y a la vuelta de unos cientos, miles o millones de años (depende del grado de barbarie que despleguemos todavía) todo volverá al equilibrio homeostático que construye la naturaleza, nuestra naturaleza constitutiva y constituyente: la madre Tierra, Gea, Hera, Gaia. Y saber eso consuela, consuela mucho… eso y el amor.
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