El amanecer de Todo. Una nueva historia de la humanidad.

EL AMANECER DE TODO. Una nueva historia de la humanidad. David Graeber y David Wengrow. Ed. Ariel.
RE-PENSAR EL PASADO PARA RE-EVOLUCIONAR EL FUTURO.
Esta segunda entrada de Bibliofilias, la sección sobre libros que me han impactado especialmente y que merecen ser comentados y compartidos constituye un extenso resumen de una magna obra de esas que revolucionan la mirada y la conciencia de sus lectores. Resumen largo y prolijo porque el libro lo es: casi 650 páginas de texto y otras casi 200 más de notas tan interesantes y pertinentes que podrían constituir un libro per se, pero que en vez de estar a pie de página como deberían, los editores han preferido ahorrar en la edición y dificultar así mucho su lectura, algo imperdonable, ese tipo de chapuzas que hace el gigante capitalista del mercado editorial que ha comprado la editorial Ariel y que se hizo con los derechos de edición de esta obra que paradójicamente es profundamente anticapitalista.
Extenso resumen sobretodo porque es muy difícil comprimir la riqueza de un trabajo entre la antropología, la arqueología, la historia, la filosofía y la teoría política que apunta a un objetivo tan alto como desmontar los mitos que nos hemos contado sobre la larga marcha de la humanidad desde nuestra perspectiva eurocéntrica, colonial, patriarcal y profundamente (aunque a veces inconscientemente) racista.
Los afortunados lectores recibimos esta obra última del antropólogo David Graeber (normalmente se le suele presentar como “antropólogo anarquista”, del resto de compañeros de profesión no se suele añadir el adjetivo que define su ideología, y así es que no decimos el antropólogo liberal, ni el antropólogo católico, ni el antropólogo racista, pero el anarquismo carga una sospecha de no ser “científico” y por eso se tiene que aclarar de modo que ya se levanten prejuicios ideológicos contra sus estudios) como un legado, como una herencia hermosísimamente relatada, pero sobretodo como una herramienta de saber para deconstruir los mitos que nos encadenan a un relato estéril, falsario y políticamente castrante de nuestra historia. Un relato evolucionista que tiene el objetivo de clausurar toda posibilidad de imaginar otros mundos posibles más libres y justos, otros mundos que sin embargo fueron habitados en el pasado y podrían ser habitados nuevamente en el futuro, a condición de que nos contemos otras historias, y eso pasa por cambiar las preguntas que le hacemos a la Historia.
El Amanecer de Todo es de esas lecturas que al llegar uno al final experimenta un sentimiento parecido a la orfandad, y de algún modo este trabajo me sirve para conjurarlo y volver a unas páginas en las que uno desearía quedar para siempre a refugio de una realidad mundana que, en la actualidad, suele oscilar entre el hastío, el terror y el profundo desasosiego.
David Graeber murió en septiembre de 2020, sólo tres semanas después de concluir este libro descomunal, se quedaron sin escribir al menos tres secuelas que, él y el arqueólogo David Wengrow, tenían planeadas para continuar con la inmensa y ambiciosa labor iniciada aquí. Sirva este resumen-recensión-plagio como homenaje a la figura y obra del maestro antropólogo y compañero anarquista.
Y sin más, pasemos a trazar las líneas más luminosas e indispensables del relato no lineal, sino circular o en espiral como la propia historia de esos homínidos denominados ‘sapiens sapiens’, que nos ofrecen Graeber y Wengrow.

  1. Adiós a la infancia de la humanidad. O por qué este no es un libro sobre el origen de la desigualdad.
    Nuestra mirada hacia la larguísima prehistoria de la humanidad siempre ha tendido a conducirnos a la cuestión de si somos buenos o malos por naturaleza, en un debate que ha quedado acotado (en occidente) por las posiciones filosóficas opuestas de Rousseau y Hobbes, y que oscila entre la supuesta inocencia original de la humanidad que en algún momento se pierde y la visión hobbesiana de que en “estado de naturaleza” (signifique eso lo que signifique) “el hombre es lobo para el hombre” y habría una guerra de todos contra todos en una especie de “ley de la selva” que el Estado viene a ordenar y civilizar. ¡Uno se pregunta qué lobos y qué selvas conocería Hobbes!.
    Esta obra parte de que ambas narraciones, que se han convertido en “sentido común” o lente desde la que miramos el pasado, son falsas, tienen implicaciones políticas terribles y hacen del pasado algo innecesariamente aburrido.
    Para ellos la cuestión fundamental en la historia de la humanidad es nuestra igual capacidad para contribuir a tomar decisiones de cómo vivir juntos, y si, como se hace evidente en la crisis global actual, el futuro de nuestra especie depende de nuestra capacidad de crear algo diferente “¿Qué tal si, en lugar de contar una historia acerca de cómo nuestra especie cayó en desgracia desde algún idílico estado de igualdad, nos preguntamos cómo acabamos atrapados en grilletes conceptuales tan pesados que no somos capaces de imaginar la capacidad de reinventarnos?”.
  2. Maldita libertad. La crítica indígena y el mito del progreso.
    Los términos igualdad y desigualdad sólo se empiezan a usar en el siglo XVII en torno a la doctrina del Derecho Natural que surge precisamente a raíz de los debates sobre las implicaciones morales y legales de los “descubrimientos” y la conquista europea del Nuevo Mundo. En España, por ejemplo, las conquistas de Cortés y Pizarro suscitaron intensas discusiones sobre la justificación de la agresión y la violencia contra personas que no representaban ninguna amenaza para el país y sus gentes. En el origen de esos debates está la crítica indígena: “lo que vamos a sugerir es que los intelectuales americanos –vamos a emplear el término americano como se empleaba en la época, es decir, para referirnos a los indígenas habitantes del hemisferio occidental; y el término intelectual, para referirnos a toda persona con el hábito de debatir ideas abstractas- tuvieron un papel en esta revolución conceptual” acerca de la libertad y las igualdades primordiales, que se extienden en el Siglo XVIII en lo que conocemos como Ilustración, y que conducen al cuestionamiento de cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres, y que presuponen, por tanto, un estado de igualdad previamente existente. Los nativos americanos tuvieron lógicamente una opinión muy crítica de las instituciones de los invasores europeos tanto por la falta de libertad como por la desgarradora desigualdad social, “hay una razón por la que tantos pensadores claves de la Ilustración insistían en que sus ideales de libertad individual e igualdad política se inspiraban en fuentes y ejemplos nativos americanos: porque era verdad”.
    Graeber y Wengrow ponen ejemplos documentados en los testimonios directos de los evangelizadores europeos de lo que piensan los habitantes de Nueva Francia de los invasores: “los americanos veían a los franceses como gente que vivía en un estado hobbesiano de guerra de todos contra todos”. En las ‘Relaciones jesuitas’ se pueden encontrar testimonios escandalizados de cómo las mujeres americanas disponían plenamente de sus cuerpos, de que las mujeres solteras tenían libertad sexual y las casadas podían divorciarse, lo cual era para los clérigos una atrocidad: “la maldita libertad de los salvajes era el mayor impedimento para someterlos al yugo de Dios”. En estas ‘Relaciones jesuitas’ el padre Lallemant recoge como tras los disturbios ocasionados en 1648 por la llegada de un cargamento ilegal del alcohol, cerca de la ciudad de Quebec, el gobernador publica un edicto que se apoya en amenaza de castigos, algo que fue novedoso y traumático para los indígenas, “desde el comienzo del mundo hasta la llegada de los franceses los salvajes no han conocido jamás qué significaba prohibir solemnemente nada a su pueblo. Son un pueblo libre; cada uno de ellos se considera tan importante como los demás; y sólo obedecen a sus jefes en tanto les place”.
    El gobierno democrático de los wyandot y las 5 naciones iroquesas se apoyan en idéntico principio: no habiendo nada obligatorio, la cohesión social se lograba “mediante el debate razonado, argumentos convincentes y establecimiento de un consenso social”, los propios jesuitas reconocen admirados que “los salvajes del Nuevo Mundo parecían más inteligentes que la gente con la que estaban acostumbrados a tratar en casa”. Este tipo de debate “racional, escéptico, empírico, conversacional en su tono” de las 5 naciones iroquesas y los wyandot es el que, poco después, sería identificado con la Ilustración europea, y tanto los jesuitas (condenándolo), como los ilustrados y los revolucionarios demócratas (reivindicándolo) lo conectaban al rechazo a la autoridad arbitraria, específicamente de la Iglesia y la Monarquía.
    Especialmente relevante es la figura de Kondiaronk, un filósofo y estadista wyandot, enviado por la Confederación de los pueblos iroqueses a la corte de Luis XIV en 1691, su testimonio fue recogido por Lahontan en ‘Diálogos curiosos entre el autor y un salvaje de buen criterio que ha viajado’ del año 1703 y contiene perlas como estas: “creen que es inexplicable que un hombre tenga más que otro, y que se respete más a los ricos que a los pobres. En resumen, dicen que el apodo de salvajes, que nosotros le ponemos a ellos, se nos aplicaría mejor a nosotros, dado que nada hay en nuestras acciones que comporte la siquiera semblanza de sabiduría”. Y en uno de los diálogos Kondiaronk pregunta: “¿Qué tipo de humanos, qué tipo de criaturas tenéis que ser los europeos, que los han de obligar a hacer el bien, y que sólo se refrenan de hacer el mal por miedo al castigo?”.
    En este capítulo los autores explican el mecanismo por el que los pueblos acaban definiéndose a sí mismos por oposición a su vecinos, que denominan esquizogénesis, y lo ilustran en lo acontecido en la Costa Este norteamericana, en dónde confluyeron dos procesos contradictorios entre sí: personas de ambos lados de la divisoria entre invadidos/invasores aprenden entre sí y adoptan ideas y tecnologías de los otros (“los americanos empezaron a usar mosquetes, los colonizadores europeos empezaron a adoptar enfoques más indulgentes hacia la educación de sus niños”), pero también, por esquizogénesis, lo opuesto: exagerar e idealizar las diferencias y actuar de un modo tan opuesto a los otros como sea posible (por ejemplo el rechazo indígena a “vivir el camino del dinero”, o el desprecio supremacista blanco a todo lo indígena).
    A. R. J. Turgot va a dar la respuesta eurocéntrica a la crítica indígena sentando las bases de la visión moderna de la evolución social. Según Turgot la evolución de las sociedades es lineal, “progresista” y ascendente: comienza con cazadores-recolectores, se pasa a una fase de pastoralismo, luego a la agricultura y sólo desde ahí se pasa a la fase actual (y final) de civilización comercial urbana. Los que actualmente permanecen en la caza, o incluso en el modo de producción campesino, son vestigios de fases previas del desarrollo social y por lo tanto atrasados.
    Y es que entre 1703 y 1751 la crítica indígena había ya impactado fuertemente en el pensamiento europeo. Cuando en Francia comprobaron que los indígenas americanos sentían como valores máximos la autonomía individual y la libertad de acción, “organizando sus vidas de tal modo que minimizaban las posibilidades de que un ser humano fuese subordinado a la voluntad de otro, y viendo, en consecuencia, la sociedad francesa como, esencialmente, una de esclavos díscolos”, las reacciones fueron contrapuestas: los jesuitas condenaron el principio mismo de libertad, pero algunos colonos, intelectuales y público en general la consideraron una proposición social provocadora y atractiva y los filósofos de la Ilustración la utilizaron, “pero a lo largo de este proceso, un debate acerca de la libertad se fue convirtiendo, cada vez más, en un debate acerca de la igualdad”.
    Rousseau coincide con la crítica indígena y con Kondiaronk en que “los civilizados europeos eran, en términos generales, unas criaturas atroces” por todas las razones que habían señalado los wyandot, y coincide también en que la raíz del problema está en la propiedad privada, pero Rousseau, a diferencia de Kondiaronk, es incapaz de imaginar una sociedad basada en ninguna otra cosa… Para los americanos como Kondiaronk no había contradicción alguna entre libertad individual y comunismo, “es decir, comunismo en el sentido en que lo hemos usado aquí, como cierta presuposición de compartir, de que se puede esperar, de personas que no son enemigas, que respondan a las necesidades mutuas”. En la realidad americana, la libertad del individuo se basaba en cierto nivel de “comunismo de base”, dado que, las personas que pasan hambre, carecen de ropas adecuadas o no disponen de refugio durante una ventisca no son realmente libres para hacer otra cosa que sobrevivir.
    “Podemos sostener que al unir la crítica indígena y la doctrina del progreso inicialmente creada para contrarrestar aquella, Rousseau escribió, de facto, el documento fundacional de la izquierda como proyecto intelectual”, concluyen los autores, y aunque su libro no es sobre la desigualdad declaran “no cabe duda de que algo ha ido terriblemente mal en el mundo. Un reducidísimo porcentaje de su población controla los destinos de casi todos lo demás, y lo hace de un modo cada vez más desastroso. Para comprender cómo hemos llegado hasta este punto deberemos rastrear el problema, remontándonos a lo primero que hizo posible que surgieran reyes, sacerdotes, capataces y jueces. Pero ya no podemos permitirnos el lujo de suponer de antemano cuáles serán las respuestas precisas. Aprovechando la guía de críticos indígenas como Kondiaronk, tendremos que enfocar las pruebas del pasado de la humanidad con una nueva mirada”.
  3. Descongelando la Edad de Hielo. Encadenados y desencadenados: las proteicas posibilidades de la política humana.
    ¡Sabemos tan poco de los orígenes!, ¡Y de los primeros 180.000 años de la historia de Homo Sapiens!, lo único cierto es que todos somos africanos, y que se ha excavado mucho en Europa y poco en África y Asia y por eso hay en Europa más restos pictóricos (descubiertos) paleolíticos que en ninguna otra parte del mundo, pero lo que es seguro es que pintar es una actividad consustancial a los seres humanos.
    Göbekli Tepe o el enterramiento de Dolni Vestonice y otros muchos prueban la existencia de construcción monumental en sociedades de cazadores-recolectores que se remontan hasta la Edad de Hielo. Los yacimientos paleolíticos del Cantábrico, del Périgord francés, o Stonehenge sugieren un mundo de variaciones estacionales de la vida social, con migraciones temporales para cazar, recolectar, grandes reuniones para celebrar y ritualizar, que pueden entenderse mejor a través de los estudios antropológicos sobre el papel de la estacionalidad entre los inuit o los nambikwara estudiados por Levi Strauss. Pareciera que “los seres humanos han pasado la mayor parte de estos últimos 40.000 años aproximadamente, pasando por distintas formas de organización social, construyendo jerarquías y luego desmantelándolas”, esto implica que, como defendía Pierre Clastres, las personas de las sociedades sin Estado podían haber sido más autoconscientes políticamente que las actuales. Buscar los orígenes de la desigualdad es hacerse una pregunta errónea, si los seres humanos durante la mayor parte de su historia han estado moviéndose espacialmente y también moviéndose entre distintas formas de organización social, “la pregunta debería ser otra, ¿cómo nos hemos quedado atascados?, ¿cómo acabamos en un solo modo?, ¿por qué perdimos esta autoconsciencia política antaño tan típica de nuestra especie?”. Graeber y Wengrow nos piden que nos despidamos de esa visión con sesgos de superioridad moral y supremacista en torno a “la infancia de la humanidad” y pasemos a reconocer, como también pedía Levi Strauss, “que nuestros primeros ancestros no sólo eran nuestros iguales en los cognitivo, sino también en lo intelectual”.
    La cuestión que nos debe interesar, y que los autores van a indagar en los próximos capítulos, es “¿por qué tras milenios de construir y desmontar formas de jerarquía, permitió el Homo Sapiens –en teoría el más sabio entre los simios- que arraigasen formas permanentes insoportables de desigualdad?, ¿fue a causa de la agricultura?, ¿de establecerse en aldeas y luego en ciudades?”.
  4. Gente libre. El origen de las culturas y el advenimiento de la propiedad privada (no necesariamente por este orden).
    O cómo algunas sociedades pasaron de disposiciones flexibles y cambiantes a maneras en las que ciertos individuos o grupos pudieran arrogarse poderes permanentes sobre otros: hombres sobre mujeres, ancianos sobre jóvenes y finalmente surgieron castas sacerdotales, aristocracias guerreras y reyes que realmente reinaban.
    Del Paleolítico superior no conocemos sus lenguas, ni sus mitos, ni sus rituales, ni sus creencias, pero sí sabemos que usaban herramientas muy similares en todo el orbe euroasiático que van desde instrumentos musicales, figurillas femeninas, ornamentos y objetos de ritos funerarios, y sabemos también que nuestros ancestros viajaban a lo largo de grandes distancias. A un Paleolítico superior muy homogéneo culturalmente le siguió un “complicado período de varios miles de años, que comienza alrededor del 12.000 a.C. en el que por primera vez resulta posible rastrear las características de ‘culturas’ separadas basándose en algo más que herramientas de piedra”, son las culturas mesolíticas pos-glaciales, a partir de las cuales hay una tendencia a la microdiferenciación y la esquizogénesis, una tendencia a que los mundos sociales de las personas se circunscriban a fronteras, culturales, lingüísticas y de clase.
    Desde Rousseau y Adam Smith nos hemos contado un relato sobre como los cazadores-recolectores pasamos a cultivar plantas y domesticar animales y de ahí nació la desigualdad al permitir el surgimiento de la propiedad privada agraria, y que antes de eso los cazadores-recolectores eran igualitarios porque no había excedente económico, ni acumulación que diera base a la dominación. La propiedad privada y los excedentes agro-ganaderos permitieron el nacimiento de la especialización y la aparición de élites que viven del excedente y que para proteger sus propiedades y sus privilegios acabarán por fundar el dominio del Estado. Pero este relato no es tan automático, no está avalado por pruebas arqueológicas, es sólo una teoría que no explica nada, siendo además una proyección de nuestros esquemas y convicciones sobre un pasado que no deja de sorprendernos a medida que avanza la arqueología: “hay unos 6000 años de diferencia entre la aparición de los primeros agricultores en Oriente Próximo y el surgimiento de lo que damos en llamar ‘primeros estados’; en muchas partes del mundo la agricultura nunca llevó al surgimiento de nada ni remotamente parecido a estos estados”. Por otro lado, los estudios sobre el igualitarismo que suponemos a las culturas cazadoras-recolectoras demuestran que sí había diferencias de riqueza entre individuos y grupos y excedentes pero que esas diferencias de riqueza no se traducían en desigualdades sistemáticas de poder. La antropóloga feminista Eleanor Leacok sugiere que la mayoría de la gente de las sociedades igualitarias están menos interesadas en la igualdad per se, que en la “autonomía”.
    “La libertad de abandonar la propia comunidad sabiendo que se será recibido en tierras lejanas; la libertad de pasar de unas estructuras sociales a otras en función de la época del año; la libertad de desobedecer a las autoridades sin consecuencias… todas ellas parecen haber sido dadas por supuestas entre nuestros ancestros lejanos” … La pregunta pertinente no es cuando aparecieron jefes, reyes y reinas e incluso sacerdotes y sacerdotisas “sino más bien cuando dejó de ser posible reírse de ellos hasta que se fueran”.
    El “estado original de la humanidad” es un mito, la “revolución agrícola” que automáticamente traería la propiedad privada y el Estado es otro mito. Las pruebas arqueológicas alumbran otros relatos, Poverty Point en Luisiana, los restos del periodo Jomon en Japón, Jätinkirkko y la Iglesia de los gigantes de Kastelli en los países nórdicos, nos hablan de una era de “monumentos sin reyes” o monumentalidad recolectora. Pero pese a las pruebas hay una resistencia a abandonar la idea “de las bandas de forrajeadores perezosos y despreocupados”, así como la idea de que la genuina civilización sólo comienza con la agricultura. Esta resistencia tiene, para los autores, su origen en el legado intelectual y material del colonialismo europeo: la base legal que legitimó el robo europeo de las tierras de los pueblos originarios era la “argumentación agrícola” por la que se afirmaba que los pueblos recolectores vivían en “estado de naturaleza” y eran parte de la tierra, pero sin ningún derecho sobre ella porque “no trabajaban” y según Locke los derechos de propiedad derivan de agregar algo a la tierra con el trabajo y según él, los “perezosos nativos” no hacían eso. Este es “un principio que ha jugado un papel mayúsculo en el desplazamiento de miles de pueblos indígenas de sus tierras ancestrales en Australia, Nueva Zelanda, el África subsahariana y América: procesos generalmente acompañados por la violación, tortura y asesinato en masa de seres humanos y a menudo la destrucción de civilizaciones enteras”.
    Lo cierto es que hay otros modos, a parte de la agricultura europea, de mejorar la productividad de la tierra, “lo que a ojos de un colono parecía salvaje, silvestre e intocado solían ser paisajes activamente gestionados por poblaciones indígenas a lo largo de miles de años” mediante quemas controladas, extracción de malezas, podas y talas, fertilizaciones, construcción de bancales y aterrazamientos, embalses y viveros en zonas inter-mareales de la costa, etc, actuaciones que requerían de trabajo, de regulaciones sociales y leyes de uso comunales. “Deberíamos dejar de hablar de ‘forrajeo’ y comenzar a hablar de un diferente tipo de agricultura, y diferente tipo de propiedad no acorde con el derecho romano”.
    El ejemplo del pueblo calusa de Florida ejemplifica que no hace falta agricultura para “desarrollos” sociales como castas sacerdotales y realezas con ejércitos, “los calusa habían quedado atascados en un único modo económico y político que permitía el surgimiento de formas extremas de desigualdad. Pero lo habían hecho sin haber plantado jamás una sola semilla, ni haber atado un solo animal”.
    Si todo el relato de las bandas de desarrapados cazadores-recolectores igualitarios que salieron de la Edad de Hielo del Pleistoceno a la templanza climática del Holoceno sin hacer historia ni política es falso, ¿cómo surge la propiedad privada?, la respuesta que la arqueología y la antropología ofrece a Graeber y Wengrow puede sorprender: la propiedad privada está íntimamente ligada a lo “sagrado”, es en contextos rituales que existen “formas sagradas de propiedad exclusiva; que se hacen cumplir jerarquías verticales y que las órdenes se obedecen a rajatabla” en forma opuesta a las relaciones libres e igualitarias que prevalecen en la vida cotidiana. Según se extrae de las investigaciones etnográficas y antropológicas de pueblos indígenas amazónicos, africanos, norteamericanos y australianos, en general en estos pueblos la noción de propiedad incluye una dimensión cuidadora: los cazadores se apropian de lo que pertenece a los dioses, pero también tienen la obligación de cuidarlo. Dominación y cuidado van unidos de la mano en este sentido de ‘propiedad’ de los sistemas totémicos. “Lo que hace única la concepción de propiedad del derecho romano es que la responsabilidad de cuidar y compartir se reduce al mínimo, si es que no se elimina del todo”, en el derecho romano hay tres derechos básicos en relación con la posesión: ‘usus’ (derecho a usar), ‘fructus’ (derecho a los frutos) y ‘abusus’ (derecho a dañar y destruir), si sólo se poseen los dos primeros se llama usufructo pero no es auténtica propiedad, “el rasgo definitorio de la auténtica propiedad legal es, pues, que uno tiene la opción de no cuidar de ello, o incluso de destruirlo a voluntad”.
    Es en los santuarios de Göbekli Tepe, Poverty Point, Sanai Maryuma o Stonehenge dónde es “más probable que se hicieran afirmaciones exclusivas de derechos de propiedad y exigencias de obediencia ciega entre personas libres a todos los demás respectos. Si la propiedad privada tiene un ‘origen’, es tan antiguo como la idea de lo sagrado, que a su vez es tan antigua como la humanidad misma. La pregunta realmente pertinente, no es tanto cuándo sucedió esto como cuándo llegó a ordenar tantos otros aspectos de los asuntos humanos”.
  5. Hace muchas temporadas. Por qué los forrajeadores canadienses tenían esclavos y sus semejantes californianos no, o el problema de los “modos de producción”.
    Los autores prueban que los pueblos indígenas de California eran anti-agrícolas y no pre-agrícolas, su rechazo a los alimentos cultivados sorprende más porque al mismo tiempo cultivaban tabaco y otras plantas rituales, su opción por una dieta recolectora no era por falta de conocimientos y técnica, sino decidida conscientemente. El caso de las diferencias entre los pueblos originarios norteamericanos muestra la importancia de la subdivisión cultural para comprender la pérdida de las libertades humanas. El estudio de las muy diferenciadas culturas indígenas californianas les sirve, a Graeber y Wengrow, para ilustrar “de qué manera el proceso por el que las culturas se definen a sí mismas en contraposición a otras es siempre, en su raíz, político, pues implica argumentaciones conscientes acerca de la mejor manera de vivir”. Así que rechazan el determinismo ambiental, así como las posiciones de la antropología cultural que pone el énfasis exclusivo en el ‘ethos’ y las diferencias lingüístico-culturales y subrayan la idea de autodeterminación: “es razonable pensar que los cazadores de mamuts del Pleistoceno, que cambiaban de formas de organización social con cada estación, tienen que haber desarrollado cierto grado de autoconsciencia política al haber reflexionado sobre los méritos relativos de las diferentes maneras de vivir en grupo, de igual modo las intrincadas redes de diferencia cultural que caracterizaron las sociedades humanas tras la última Edad de Hielo tienen que haber implicado cierto grado de introspección política… dado que este libro trata sobre todo de la libertad, nos parece apropiado colocar el límite entre libertad y determinismo un poco más a la izquierda de lo habitual y explorar la posibilidad de que los seres humanos tengan más peso colectivo sobre su destino de lo que normalmente damos por sentado”.
    El estudio de la esclavitud en la costa Noroeste alumbra pruebas de que la esclavitud surgió debido a que una aristocracia ambiciosa se vio incapaz de reducir a sus súbditos libres a la condición de mano obra confiable por medios pacíficos, y por un proceso de esquizogénesis o diferenciación cultural esto también dio lugar a un abrumador rechazo a la práctica de la esclavitud y al sistema de clases entre los pueblos vecinos, quedando el sistema esclavista confinado en el rincón Noroeste de la costa. Los orígenes de la esclavitud se encuentra en la guerra: se esclaviza a los prisioneros, en una forma de robo de los años de cuidados y crianza que crean a un ser con capacidad de trabajo, pero la esclavitud es al principio una institución doméstica: “puede que la jerarquía y la propiedad deriven de nociones de lo sagrado, pero las formas más brutales de explotación tienen origen en las más íntimas de las relaciones sociales: como perversiones de la crianza, el amor, y los cuidados… la dominación surge primero en la escala más íntima, la doméstica. Las políticas igualitarias autoconscientes surgen para evitar que esas relaciones se extiendan más allá de esos pequeños mundos y desborden la esfera pública”.
  6. Los jardines de Adonis. La revolución que nunca sucedió o cómo los pueblos del Neolítico evitaron la agricultura.
    Al igual que la historia no es un relato lineal, este libro tampoco lo es, y en este capítulo volvemos a los orígenes de la agricultura.
    En la planicie central de Turquía está el yacimiento de Catalhöyük, es la ciudad más antigua del mundo, poblada durante un milenio y medio a partir del 7.400 a.C., los nuevos descubrimientos a partir de los 90 han obligado a una revisión de la historia de la ciudad y la historia de la agricultura y la ganadería. En este punto, los autores recuerdan el sospechoso y unánime borrado de la teoría del matriarcado de Marija Gimbutas, pues resulta que las modernas pruebas de ADN utilizadas en el estudio del yacimiento turco “parecen mostrar que la forma femenina era objeto de especial atención ritual, hábil artesanía, y reflexión simbólica acerca de la vida y de la muerte”, no hay signos en Catahöyük de ningún ideal igualitario autoconsciente en forma de uniformidad arquitectónica u otros signos culturales materiales, pero tampoco signos explícitos de jerarquía, no hay referencias a la agricultura pese a que los cereales y el ganado ovino-caprino eran importantes en la dieta, “la vida cultural de la comunidad permaneció tercamente enfocada en los mundos de la caza y el pastoreo”, y de esto los autores deducen variaciones estacionales de la estructura social por la que la ciudad se ocupara principalmente en invierno, con la cosecha recogida y los ganados estabulados, mientras que en verano la población se dispersaba en nomadeos “paleolíticos”.
    La arqueología nos enseña que el trigo y la cebada fueron los primeros en domesticarse junto con las lentejas, el lino, los garbanzos y los yeros, este proceso de domesticación tuvo lugar en diferentes puntos del Creciente Fértil en lugar de en un solo punto focal. En ciertas partes del sur de Siria el cultivo de cereales silvestres se remonta al 10.000 a.C., y sin embargo el proceso biológico de domesticación de cultivos no se completa hasta el 7.000 a.C., “eso son 3000 años de historia humana, un período demasiado largo para constituir una Revolución Agrícola o siquiera para ser considerado un estado de transición en la ruta hacia la agricultura… tres milenios de forrajeadores practicando de modo intermitente el cultivo pero sin esclavizarse a las necesidades de las cosechas y los rebaños”. Un período en que sistemas de cultivo lúdico, comunitarios, intermitentes y ocasionales, oportunistas o en zonas pantanosas y de aluvión como las de Catalhöyük no implicaban y no permitían vallados, ni propiedad privada.
    Todas las narraciones sobre la Revolución Agrícola del Neolítico coinciden en un punto fundamental: el borrado de las mujeres. “De un modo consciente o no, son las contribuciones de las mujeres las que acaban desapareciendo de estas narrativas. Cosechar plantas silvestres y convertirlas en alimento, medicina, y estructuras complejas como cestas o ropa es, casi en todas partes, una actividad femenina y puede considerarse femenina incluso cuando la practican hombres”. La antropología feminista ha criticado acertadamente los sesgos de género que están detrás de los conceptos de agricultura y domesticación, la agricultura tiene que ver con la producción de alimentos, pero eso era sólo un aspecto limitado de la relación neolítica entre la gente y las plantas, y la domesticación implica dominio sobre las salvajes fuerzas de la naturaleza. Desde esta óptica más integral “los orígenes de la agricultura empiezan a parecer menos una transición económica y más una revolución de medios que fue también una revolución social que abarcó desde la horticultura a la arquitectura, la matemática y la termodinámica, de la religión a la remodelación de los roles de género. Y aunque no podemos saber exactamente quién hacía qué en este mundo nuevo, queda suficientemente patente que el trabajo y el conocimiento de las mujeres eran cruciales para su creación; que el proceso entero era bastante lúdico y entretenido, no forzado por ninguna catástrofe ambiental o desbordamiento demográfico y mucho menos marcado por ningún conflicto violento. Es más: todo él se llevó a cabo de maneras que hacían de la desigualdad radical un resultado altamente improbable”.
    Por tanto en el Creciente Fértil no hubo un cambio repentino del Paleolítico forrajeador al Neolítico Agrícola, fue un proceso de tres milenios, y no tiene sentido culpar a la agricultura del surgimiento de la jerarquía social, la desigualdad y la propiedad, porque tenemos pruebas de que es entre los grupos de las tierras altas alejados de la agricultura donde hay estratificación y violencia, mientras que las llanuras “ que vinculaban la producción de cultivos a importantes rituales sociales, presentan una cara decididamente más igualitaria; y la mayor parte de ese igualitarismo está relacionado con un incremento de la visibilidad económica y social de la mujer, algo reflejado en su arte y rituales”. En ese sentido la obra de Marija Gimbutas, “aun pintada a trazos gruesos, a veces hasta el punto de la caricatura, no iba del todo errada”.
  7. La ecología de la libertad. Cómo surgió, tambaleó y se abrió paso a trompicones, por el mundo, la agricultura.
    Las pruebas arqueológicas identifican entre 15 y 20 centros de domesticación independiente: China, Perú, Mesopotamia, Mesoamérica, subcontinente indio, Nueva Guinea, bosques tropicales de Sudamérica, bosques orientales de Norteamérica, praderas de África occidental…
    El geógrafo Alfred W. Crosby en los años 70-80 del siglo pasado desarrolló su teoría del imperialismo ecológico para analizar el efecto de la llegada de los europeos y sus agronomías a América: las zonas templadas de Norteamérica y Oceanía eran ideales para los cultivos y animales euroasiáticos no sólo por el clima, sino también por la carencia de parásitos, hongos, insectos y ratones competidores que habían coevolucionado con los cultivos y ganados euroasiáticos. Mientras las plantas y animales europeos prosperaban, las enfermedades (zoonosis) transportadas por animales y humanos habituados a ellas diezmaron a la población indígena, a la vez que los colonos les masacraban con violencia, unas masacres que probablemente tienen que ver con la Pequeña Edad de Hielo: al exterminar al 90% de la población autóctona, los bosques recuperaron en torno a 56 millones de hectáreas en toda América (más o menos la extensión de la Península Ibérica) retirando gigatoneladas de CO2 de la atmósfera, a que fueron suficientes para enfriar el clima global, “el éxito del moderno imperialismo europeo debía más la Revolución Neolítica del Viejo Mundo que a los logros específicos de Colón, Magallanes, Cook…”.
    Pero al contrario “el destino de las primeras sociedades agrícolas dependía menos del imperialismo ecológico que de lo que podríamos denominar una ecología de la libertad… que describe la proclividad de las sociedades humanas a entrar y salir libremente de la agricultura; a cultivar sin convertirse plenamente en agricultores; a cultivar y criar animales sin ceder demasiado de la propia existencia a los rigores logísticos de la agricultura, y a mantener una red de alimentos amplia para evitar que el cultivo se convierta en un asunto de vida y muerte”. Nuestros antepasados vivieron en muchas partes del mundo condiciones ecológicas fluidas combinando agriculturas lúdicas (en tierras de aluvión, quemas-podas y bancales, mantenimiento de animales en estado semisalvaje) con caza, pesca y recolección.
    Yacimientos de las llanuras austriacas y germánicas dan cuenta de una historia poco conocida: la llegada de la agricultura a esas regiones en torno a 5.500 a. C. supuso un crecimiento demográfico, tras el que entre 5.000 y 4.500 a. C. sobrevino un colapso regional probablemente provocado por la excesiva dependencia del cereal, y un retorno al forrajeo de los supervivientes, de modo que la agricultura no se recuperó hasta un milenio después.
    En otros lugares como el valle del Nilo la historia de la agricultura fue más exitosa y hacia el año 3000 a. C. se produciría una integración política en el primer reino territorial del Antiguo Egipto. También las islas de Oceanía conocen una historia de extensión exitosa del Neolítico en lo que se conoce como difusión del “horizonte lapita”. En cambio, en la Amazonía, pese a estar habitada por pueblos que poseen las habilidades y el conocimiento para cultivar y criar ganado “evitan traspasar el umbral, y se mantienen en un cuidadoso equilibrio entre el forrajeo y la agricultura… en un modelo de agrosilvicultura más flexible” y sostenible.
    Concluyen los autores que “la agricultura, como podemos ver, comenzaba a menudo como una economía de la privación: tan sólo interesaba si no había nada más que hacer, razón por la que tendía a aparecer en las áreas en las que los recursos de la tierra escaseaban. Era de todas las estrategias del Holoceno, la rara, pero tenía un explosivo potencial de crecimiento, sobretodo, cuando se añadía el ganado doméstico a los cultivos de cereales”.
  8. Ciudades imaginarias. Los primeros urbanitas de Eurasia –en Mesopotamia, el valle del Indo, Ucrania y China- y cómo construyeron ciudades sin reyes.
    Las pruebas arqueológicas del último medio siglo desmontan el relato de que el igualitarismo sólo fue posible mientras permanecimos en grupos pequeños, y que una vez reunidos en grandes contingentes era inevitable el nacimiento de la estratificación social y la autoridad, y a la postre el Estado. Agricultura, excedente, ciudad, clases y Estado constituían un paquete civilizatorio indivisible y predeterminado.
    Al contrario de ese relato hay pruebas de que “en algunas regiones las ciudades se autogobernaron durante siglos sin signos de templos y palacios que sólo surgirían mucho después; en otras ciudades estos palacios y templos nunca surgieron… lo que sugiere una valoración mucho menos pesimista de las posibilidades humanas”.
    Las pruebas arqueológicas demuestran que las primeras grandes concentraciones humanas de decenas de miles de personas aparecen en casi todos los continentes en torno al 4.000 a. C., estas primeras ciudades eran muy diferentes a lo que hoy conocemos e incluso a lo que imaginamos: “no es sólo que carecieran de divisiones de clase, monopolios de riquezas o jerarquías administrativas, es que exhiben una variabilidad tan extrema como para implicar, desde sus inicios, una experimentación consciente de la forma urbana… un número sorprendentemente bajo de estas primeras ciudades contienen signos de gobierno autoritario”.
    Las más grandes de las primeras ciudades aparecieron en Mesoamérica y fueron edificadas sin contar con vehículos de ruedas, sin tracción animal, sin barcos y sin metalurgia. Las ciudades de Mesopotamia no presentan pruebas de monarquía, pero sí de asambleas urbanas de las que no estaban excluidas las mujeres (como si lo estuvieron después en Grecia), “la mayoría de los urbanitas mesopotámicos se organizaban en unidades autónomas autogobernadas, que podían reaccionar contra supervisores ofensivos expulsándolos, o bien abandonando por completo la ciudad”. Uruk, una ciudad de entre 20 y 50.000 habitantes y el lugar dónde se descubrió la escritura cuneiforme es un ejemplo del gobierno por parte de asambleas y consejos locales.
    A partir del 3100 a. C. empiezan a aparecer pruebas del surgimiento de aristocracias guerreras, pero no en las ciudades, sino en los márgenes, “las aristocracias y tal vez la propia monarquía, surgieron por oposición a las igualitarias ciudades de las llanuras mesopotámicos por las que probablemente tenían los mismos sentimientos encontrados, pero en definitiva hostiles, que sentirían posteriormente Alarico el godo por Roma y todo lo que esta significaba; Gengis Kan hacia Samarcanda o Merv, o Tamerlán hacia Delhi”. Tampoco en las civilizaciones urbanas del Valle del Indo (yacimientos de Mohenjo-Daro) hay pruebas arqueológicas de sacerdotes-reyes, nobleza guerrera, o algo parecido al Estado.
    “Nos resulta muy difícil a la mayoría imaginar cómo funcionaría un igualitarismo a gran escala. Pero una vez más esto sirve para demostrar cómo hemos acabado aceptando de modo automático una narrativa evolucionista en al que el gobierno autoritario es el resultado natural siempre que se reúne un número suficientemente grande de personas” pero hay ejemplos documentados de lo contrario como los shanga (asambleas populares) de las repúblicas en que se inspiró el Buda histórico en el siglo V a. C., o Bali, una pequeña isla volcánica que soporta una de las más grandes densidades de población del mundo gracias al cultivo del arroz por irrigación, que se gobernaba por consenso igualitario entre los propios agricultores.
    En el yacimiento chino de Taosi, a orillas del río Fen, se han encontrado pruebas de una capital imperial con gran estratificación social que en el año 2000 a. C. sufre la destrucción total de su palacio real y durante los tres siglos siguientes “la gente no cayó en la hobbesiana guerra de todos contra todos, sino que sencillamente continuó con su vida, presumiblemente bajo lo que consideraban un sistema de gobierno más equitativo… podríamos estar ante la prueba de la primera revolución documentada de la historia, al menos en el entorno urbano”.
    En definitiva, las primeras ciudades del mundo fueron lugares de experimentación social consciente en las que las revoluciones de corte político fueron habituales, algo que ejemplifica también la historia de México central.
  9. Oculta a plena vista. Los orígenes de la vivienda social y la democracia en el continente americano.
    Tenochtitlán, la ciudad-isla en el lago Texcoco, fundada por los mexica en 1150 d. C., fue edificada siguiendo el modelo de otra ciudad que habían encontrado abandonada: Teotihuacán, la “ciudad de los dioses”, una ciudad que tuvo su auge 8 siglos antes, fundada en el 100 a. C. y que declinó siete siglos después. “Todas las pruebas sugieren que Teotihuacán en su momento de máximo esplendor, había encontrado el modo de autogobernarse sin necesidad de jerarcas, al igual que habían hecho las ciudades de la Ucrania prehistórica, de la Mesopotamia del periodo Uruk y del Pakistán de la Edad del Bronce”, los restos artísticos encontrados en la ciudad de los dioses celebran la comunidad y los valores colectivos, y sus estudiosos concluyen que a partir del 300 d. C. “hubo algún tipo de revolución seguida por una distribución más equitativa de los recursos de la ciudad y el establecimiento de algún tipo de gobierno colectivo”, y de tener pirámides en los que se hacían sacrificios humanos pasaron a construir viviendas sociales.
    A lo largo de este capítulo Graeber y Wengrow recuperan una ignorada línea histórica mesoamericana de repúblicas urbanas, proyectos de bienestar social a gran escala como las viviendas sociales de la planificada cuadrícula urbana de Teotihuacán, y formas de democracia indígena que llegaron hasta la conquista española e incluso la sobrevivieron.
    En este sentido se paran a analizar el ejemplo de Tlaxcala, una república indígena que resistió al imperio azteca, y que se unió, después de deliberación democrática a los españoles para conquistar y destruir Tenochtitlán. Tenochtitlán y la ciudad-estado de Tlaxcala semejaban la oposición de ideales que en su día representaron Esparta y Atenas. La caída de una ciudad como Tenochtitlán de un cuarto de millón de habitantes, altamente organizada, hubiera sido imposible si los 1000 españoles invasores no hubieran contado con el apoyo de los 20.000 guerreros curtidos de Tlaxcala. Pero la caída de la capital azteca ha servido para apuntalar la narración colonialista y revisionista que habla de “un destino manifiesto… de la fuerza imparable del invisible ejército de microbios del Viejo Mundo neolítico, marchando junto a los españoles, transportando oleadas de viruela para diezmar a las poblaciones indígenas, y un legado procedente de la Edad del Bronce, de armas de metal, armas de fuego y caballos con los que sorprender y causar pavor a los indefensos nativos. Nos gusta decirnos que los europeos no sólo introdujeron el continente americano estos agentes de destrucción, sino también la moderna democracia”, algo que los pueblos indígenas, damos por hecho, no podían conocer. Pero esa narración contradice las evidencias históricas y los propios testimonios directos de los españoles testigos de los hechos, como Cervantes de Salazar que en su ‘Crónica de la Nueva España’ describe pormenorizadamente las maduras deliberaciones del parlamento urbano de Tlaxcala para unirse con Hernán Cortés contra sus enemigos aztecas.
    Que la mayoría de los historiadores occidentales se empeñen en creer y hacernos creer “que un grupo de frailes españoles del siglo XVI, pequeños aristócratas y soldados iban a saber algo de procedimientos democráticos” es del todo alucinante y fantasioso, sólo puede responder a un sesgo cognitivo colonialista y eurocéntrico convertido en “sentido común”, pues es evidente que en esa época la opinión ilustrada de toda Europa era “unánimemente antidemocrática”, y más todavía la española impregnada del racismo supremacista católico y monárquico pos-reconquista que en esas mismas fechas todavía estaba perpetrando el genocidio de los moriscos de las alpujarras.
    Pese a ello “aún hoy en día casi cualquier intento de sugerir que los europeos aprendieron algo, lo que sea, con valor moral o social de los pueblos nativos americanos se encontrará con moderado escarnio y acusaciones de caer en lugares comunes del noble salvaje, y en ocasiones, con una condena casi histérica”. Pero a las pruebas nos remitimos: fray Toribio de Benavente, “Motolinia” en su ‘Historia de los indios de Nueva España’ de 1541 confirma la observación inicial de Cortés, de que Tlaxcala era una república indígena gobernada “por un consejo de funcionarios electos (teuctli) que respondían ante la ciudadanía como un todo”. Motolinia describe con sumo detalle los mecanismos empleados por los y las tlascaleños para evitar las tendencias tiránicas que podían albergar los líderes carismáticos, y sitúa los orígenes políticos y culturales de este modo de gobierno en los chichimecas, un pueblo ancestral recolector-cazador cuya descripción coincide punto por punto con la imagen que, en la época de Rousseau, los europeos se hacían del “noble salvaje”. Las modernas investigaciones arqueológicas confirman que “las tradiciones políticas de Tlaxcala no son una anomalía, sino que se asientan en una profunda corriente de desarrollo urbano que se puede remontar, en sus rasgos generales, a los experimentos de bienestar social llevados a cabo 1000 años antes en Teotihuacán.., fueron los gobernantes de Tenochtitlán los que finalmente rompieron la tradición y crearon un imperio depredador que quedaba, en muchos aspectos, más cerca de los modelos políticos dominantes en la Europa de la época, o de lo que había acabado siendo conocido como ‘el Estado’”.
    Y la pregunta entonces es ¿qué es exactamente el Estado?.
  10. ¿Por qué el Estado no tiene origen? Los humildes comienzos de la soberanía, la burocracia y la política.
    Todas las formulaciones clásicas (liberales, conservadoras o marxistas) sostienen la idea de que toda sociedad grande y compleja necesita un Estado. Para entender de qué hablamos cuando nos referimos al Estado, los autores plantean una teoría sobre los modos de dominación y las tres bases del poder social: “control de la violencia”, “control de la información” y “carisma social”. Cada uno de estos tres principios se ha convertido en la base de instituciones sobre las que se ha fundado el Estado, de modo que monopolio de la violencia, burocracia administrativa y campo político competitivo definen al Estado moderno como “esta amalgama que parecen haber convergido en cierto momento de la historia”.
    A partir de estos principios estudian los dos estados claramente definidos del continente americano a la llegada de los españoles intentando dejar a un lado el pensamiento teleológico que busca “en el mundo antiguo versiones embrionarias de los modernos estados-nación”. Los aztecas son para los conquistadores lo más parecido a sus gobiernos: Monarquía, funcionariado, élites militares y eclesiales, y leyes despóticas. Los incas son más bien una monarquía universal y divina superpuesta sobre una base social comunitaria constituida por los ayllu a los que parasita y expolia.
    También dirigen la mirada a los descentralizados pueblos mayas cuya rebeldía no lograran sofocar los conquistadores y que en cierto modo reverbera hoy todavía en el zapatismo de Chiapas. O los Olmecas con su peculiar utilización del deporte de pelota como sustituto de la guerra, entre los que “el poder implicaba ciertas maneras formalizadas de competir por el reconocimiento personal, en una atmósfera de juego imbuido de riesgo”, un ejemplo perfecto de campo político competitivo a gran escala, pero en ausencia de soberanía sobre el territorio y aparato burocrático y administrativo.
    Los yacimientos de Chavín de Huántar en los Andes peruanos son ejemplo de otra forma de articulación del dominio en el que “el poder sobre una gran población dispersa tenía claramente mucho que ver con mantener el control sobre determinadas formas de conocimiento” vinculados a la sacralidad y la sabiduría esotérica, pero sin afirmación fuerte del principio de soberanía.
    O los Natchez o “gente del sol” que tienen un monarca que posee poder absoluto, pero sin burocracia y nada que asemeje a un campo competitivo.
    Estos tres son ejemplo de lo que los autores llaman regímenes de primer orden porque se organizan sólo en torno a una de las tres formas fundamentales de la dominación, y no son ejemplos de la formación de Estados.
    Al antiguo Egipto se le considera el primer ejemplo conocido de “formación del Estado”, en el que la construcción de los monumentos funerarios de las pirámides se realizan convirtiendo a los súbditos en grandes máquinas sociales, súbditos a los que luego se les concedían masivas celebraciones, y de su estudio se puede extraer una primera definición de lo que es un Estado: “una mezcla de violencia excepcional y la creación de una compleja máquina social, ambas aparentemente dedicadas a las acciones de cuidado y devoción”. Egipto y el imperio Inca son regímenes de segundo orden: el principio de soberanía o monopolio de la violencia se arma de una burocracia que se expande uniformemente por un amplio territorio. Los reyes mesopotámicos también son regímenes de segundo orden, pero lo que combinan es burocracia administrativa y política heroica o competición carismática, mientras que el imperio Maya clásico combinaba política heroica con soberanía. En general los regímenes de segundo orden son más violentos y coinciden en el énfasis que ponen en la exclusión, explotación y dominio de la mujer.
    La historia clásica ha elegido al antiguo Egipto como paradigma de la forma Estado porque es el único caso en que los dos principios que se combinaron fueron el de soberanía y administración. Al contrario de lo que se relata, los autores creen que las herramientas administrativas “surgieron en realidad en comunidades muy pequeñas”: la burocracia de aldea. El yacimiento de Tell Sabi en Siria, muestra una aldea neolítica de 150 habitantes del 6.200 a. C., y al igual que todos los descubrimientos del “periodo del Obeid” de los mil años siguientes sugieren “que estamos ante el nacimiento de una ideología abiertamente igualitaria en los siglos previos a la aparición de las primeras ciudades del mundo y que las herramientas administrativas se crearon no como un medio para extraer y acumular riqueza, sino para evitar que este tipo de cosas sucediera”, para repartir comunitariamente la riqueza, como por ejemplo hacían los ayllu incaicos que redistribuían la tierra cultivable a medida que las familias crecían o decrecían para que unas no se volvieran más ricas que otras, estas “burocracias de aldea” se encargaban, pues, de mantener el principio de reciprocidad. El caso incaico muestra como una gigantesca administración extractiva y explotadora se asienta sobre el sistema ayllu pre-existente, que es el que continuó proporcionando seguridad social.
    La condición sine qua non para que se constituyan imperios burocráticos es el establecimiento “de un sistema de equivalencia completamente desquiciado”: el dinero y consiguientemente la deuda. “La libertad para hacer promesas es probablemente el elemento más básico y elemental de nuestra tercera libertad”, la libertad de crear o transformar relaciones sociales. Es sobre la base del dinero que un elemento básico de todas las libertades humanas como la libertad de comprometerse y hacer promesas, y así, crear relaciones acabó convertida en su opuesto exacto: peonaje, servidumbre o esclavitud permanente. “Lo que el dinero es a las promesas, podríamos decir, es la burocracia estatal al principio del cuidado: en ambos casos hallamos uno de los más fundamentales sillares de la vida social corrompido por una confluencia de matemáticas y violencia”.
    Como el planeta está casi enteramente ocupado por Estados nos parece que eso era algo inevitable, pero un análisis riguroso de la historia demuestra que “los estados no son una constante en la historia; no son el resultado de un largo proceso evolutivo que comenzó en la Edad del Bronce, sino la confluencia de tres formas políticas -la soberanía, la administración y la competición carismática- con orígenes diferentes”.
    Cuando miramos al pasado utilizamos el término ‘civilización’ erróneamente al identificarlo con ciudades y estados, pero etimológicamente ‘civilis’ “se refiere a las cualidades de sabiduría política y ayuda mutua que permiten a la sociedad organizarse a través de la coalición voluntaria”, cualidades que encontramos en los ayllu andinos y en las aldeas vascas, pero no en los reyes incas o en la dinastía Shang. “Si la ayuda mutua, la cooperación social, el activismo cívico, la hospitalidad o sencillamente preocuparse por los demás son el tipo de cosas que realmente acaban creando civilización, en ese caso esta genuina historia de la civilización apenas está empezando a escribirse”, a lo largo del libro demuestran como por todas partes del mundo pequeñas comunidades formaron civilizaciones “en el verdadero sentido de comunidades morales extendidas”, y sin necesidad de reyes, ni de burócratas, ni de ejércitos dieron luz a conocimientos matemáticos, astronómicos, calendáricos, metalurgia, cultivos y domesticación, inventos como el pan, la cerveza, las fitoterapias y los psicotrópicos… “las mujeres, su trabajo, sus preocupaciones y sus innovaciones se encuentran en el núcleo de esa comprensión más precisa de la civilización… lo que hasta ahora ha pasado por ‘civilización’ podría no ser más, de hecho, que una apropiación de género -por parte de los hombres grabando sus nombres en piedras- de algún sistema anterior de conocimiento que tenía a la mujer en su centro”. La expansión de los sistemas estudiados (azteca, incaico, egipcio, chino…) siempre fue acompañada de marginación y subordinación violenta de la mujer, y los autores se preguntan aquí que pasa en sociedades complejas y con formas centralizadas de gobierno en “los que la mujer y sus asuntos permanecían en el núcleo de las cosas” como ocurrió en la Creta Minoica.
    Las investigaciones arqueológicas en la Creta Minoica descartan la existencia de monarquía, de espacios fortificados y en su arte no hay referencias a la guerra sino escenas lúdicas y de cuidado de niños, casi todas las pruebas “sugieren un sistema de gobierno femenino: algún tipo de teocracia, gobernada por un colegio de sacerdotisas”. El arte minoico lo que celebra, según el estudio de Jack Dempsey (‘The Shapes of Minoan Desire’), es lo opuesto a la política: “es la liberación ritualmente inducida con respecto a la individualidad, y un éxtasis de ser que es abiertamente erótico y espiritual al mismo tiempo (ek-tasis, ‘estar de pie ante uno mismo’), un cosmos que a la vez nutre e ignora al individuo, que vibra con inseparables energías sexuales y epifanías espirituales”. Para Graeber y Wengrow “la Creta de los palacios era el hogar del Homo Ludens. O, tal vez mejor expresado, de la Femina Ludens, por no hablar de Femina Potens”.
    Concluyen este análisis sobre la búsqueda de ese “fantasma” que es el origen del Estado, concluyendo que el proceso de formación de esta institución de dominio no es unívoco sino que se refiere a varios fenómenos, “puede significar un juego de honor o azar que ha ido terriblemente mal, o al crecimiento incorregible de un ritual particular para cuidar a los muertos, puede significar masacres a escala industrial, o la apropiación por parte de los hombres del conocimiento femenino, o el gobierno por un colegio de sacerdotisas”.
  11. Completar el círculo. De las bases históricas de la crítica indígena.
    Cerramos al círculo volviendo al estadista wyandot Kondiaronk y a la crítica indígena que en el siglo XVIII estaba influyendo decisivamente sobre la Ilustración francesa, pero también provocando una contra-crítica eurocéntrica expuesta en el marco evolucionista de la historia humana, aún vigente, que “reasignó las críticas indígenas al papel de inocentes niños de la naturaleza, cuyas opiniones sobre la libertad eran un mero efecto colateral de su modo de vida poco cultivado, y no podían oponer un desafío serio al pensamiento social de la época”, que por supuesto era exclusivamente el europeo.
    Tendemos a pensar la historia de un modo teleológico, que hace que creamos que lo que hoy vivimos era inevitable y que de la sociedad de bandas salvajes pasamos a las tribus, a las jefaturas y Estados, y que además estas fueron etapas separadas. Pero la historia no funciona así. Atendiendo al continente americano Graeber y Wengrow se preguntan si la monarquía fue inevitable, y si la agricultura implicaba a partir de cierto punto que algún señor de la guerra emprendedor se hiciera con el control de los graneros y estableciera un régimen de violencia burocrática, y si era inevitable que otros siguieran su ejemplo. Y la respuesta a todas estas preguntas, al menos juzgando la historia de la Norteamérica precolombina, es un “sonoro NO”.
    Los pueblos indígenas no eran inocentes hijos de la naturaleza sino “herederos de su propia y larga historia intelectual y política”. Ejemplifican esto con el análisis de las tradiciones haudenosaunee, wyandot, y la historia de los Bosques Orientales entre el 200 d. C. y el 600, que están bien documentadas, pero bucean más atrás en la historia de Cahokia, una ciudad en la llanura aluvial del Missisipi, fuertemente jerarquizada que extendió una violenta dominación sobre sus súbditos, pero que hacia el 1150 inicio un largo proceso de guerra, destrucción y despoblación que acabó en el abandono total entre 1350 y 1400, y el lugar fue borrado de todas las tradiciones orales posteriores, “la población no solamente se dispersó sino que se organizó conscientemente según un modelo totalmente opuesto”: pequeñas ciudades de unos pocos centenares de personas con estructuras de clan igualitarias y casas y consejos comunales. “Las cinco tribus civilizadas” del sudeste norteamericano: cheroqui, chikasaw, choctaw, creek y seminolas, operan en este modelo de consejos comunales y toma de decisiones por consenso, conviviendo con trazas de los antiguos sacerdotes, castas y príncipes; en estas tribus hay prácticas asamblearias, hay defensa de las libertades individuales y escepticismo religioso, hay debate político racional, en definitiva, prácticas políticas autoconscientes que pueden resultar “perturbadoras para quienes creen firmemente que la Era de la Ilustración fue consecuencia de un ‘proceso civilizatorio’ originado exclusivamente en Europa”. Nos hemos aficionado a creer que la autodeterminación política por la que los pueblos establecen sus propias instituciones es fruto de la Ilustración, y que Montesquieu fue el primero en construir ese cuerpo teórico en ‘El espíritu de las Leyes’ de 1748, “pero este tipo de pensamiento era habitual en Norteamérica mucho antes de que los colonos europeos hicieran acto de aparición”.
    Cahokia es un ejemplo de que hay escapatoria a la formación del Estado, la reacción contra su violento despotismo dio origen a las doctrinas indígenas de la libertad individual, apoyo mutuo e igualdad que impresionaron tanto a los ilustrados franceses. Las formas políticas de los indígenas no son el comportamiento “ de los humanos en estado de naturaleza… ni el modo inevitable en que se dio la cultura en aquella parte del mundo”, sino que son el resultado de una historia política determinada: “una en la que las cuestiones del poder hereditario, religión revelada, libertad individual e independencia de la mujer era aún, en gran parte, asuntos de debate consciente, y en los que la dirección general, al menos durante los últimos 3 siglos, había sido explícitamente anti-autoritaria… diseñadas como barreras contra todo aquello que había representado Cahokia”.
    Uno de los ejemplos mejor documentados de este tipo de política indígena orientada a evitar el peligro de que surgieran estados es la Liga de las Cinco Naciones, nacida más o menos al mismo tiempo que Cahokia estaba en auge, y representan otra prueba de “que los indígenas norteamericanos no solo consiguieron evitar totalmente la trampa evolucionista que damos por sentado que debe llevar, inevitablemente, de la agricultura al surgimiento de algún Estado o imperio todopoderoso, sino que, al hacerlo, desarrollaron sensibilidades políticas que acabarían teniendo una enorme influencia en los pensadores de la Ilustración y que, a través de ellos, nos acompañan aún hoy”.
    CONCLUSIÓN: El origen de todo.
    Ya hemos visto como hemos creído en Occidente que la Ilustración inaugura la idea de que se puede remodelar la sociedad según un ideal racional, y que sólo los pueblos modernos después de ella, eran capaces de intervenir conscientemente en la historia y cambiarla, además hemos constatado que toda la etnografía del siglo XX está impregnada del sesgo del colonialismo bajo el que se realizaron los estudios de los “pueblos atrasados”. También hemos padecido el relato que divide el pasado humano en función de los materiales con los que se construyen herramientas, específicamente las peores: armas, Edad de Piedra, Edad del Bronce, Edad de Hierro, o la descripción de sus rupturas revolucionarias (Revolución Agrícola, Revolución Urbana, Revolución Industrial), y sin duda las tecnologías son importantes ya que inauguran nuevas posibilidades, pero a lo largo del libro hemos visto que la realidad histórica no ha operado así: “en lugar de un genio masculino haciendo realidad su visión personal, en las sociedades neolíticas la innovación se basaba en un cuerpo de conocimiento colectivo acumulado, a lo largo de siglos, sobre todo por mujeres, en una infinita serie de descubrimientos en apariencia humildes, pero, en realidad, enormemente importantes” que tuvieron un efecto tan profundo en la vida cotidiana como el telar de vapor o la bombilla eléctrica, y que aportaron avances como el pan y las levaduras, la cerámica, la minería para pigmentos, las ruedas y los ejes, la pólvora china para festejos, o el motor de vapor griego para el teatro etc, y todos estos descubrimientos tuvieron también, y a veces sobre todo, una dimensión lúdica y ritual, antes que práctica y productiva.
    A partir de esta constatación, los autores se plantean una pregunta muy interesante que le podemos hacer a la historia: “¿existe correlación positiva entre lo que se suele denominar ‘igualdad de género’ (que podría denominarse más correctamente, ‘libertad de la mujer’) y el grado de innovación en una sociedad determinada”. Si escogemos narrar la historia como una serie de revoluciones abruptas en la tecnología seguidas de periodos en los que fuimos prisioneros de esas creaciones, tiene la consecuencia “de representar nuestra especie como decididamente menos reflexiva, menos creativa y menos libre de lo que en realidad resultó ser”. Y esto que se refiere a la creatividad tecnológica, es también aplicable a la creatividad social y política.
    A lo largo de la obra los autores han demostrado como la propiedad privada nace en contextos rituales, así como también la policía y los poderes de mando, y que frente a ello también aparecen una gran variedad de procedimientos democráticos como elecciones y sorteos orientados a limitar esos poderes.
    Los autores se detienen aquí en la cuestión de la guerra, aunque siempre ha habido conflictos y violencias “no hay razones reales para creer que la guerra ha existido siempre”, por el contrario “es casi invariablemente necesario emplear alguna combinación ritual de drogas y técnicas psicológicas para convencer a la gente, siquiera a hombres adolescentes, de matarse y herirse recíprocamente de modos tan sistemáticos pero tan indiscriminados”. Durante la mayor parte de la historia nadie vio razón alguna para hacer guerras, los estudios del registro paleolítico revelan pocos indicios de guerra, y la etnografía proporciona muchos ejemplos de “guerra simbólica” con armas no letales y muy pocas víctimas. “La guerra no se convirtió en una constante de la vida humana tras la adopción de la agricultura” y a partir de esa evidencia científica los autores se hace otra pregunta importante: “¿Había una relación entre guerra externa y la pérdida interna de libertades que abriera la puerta, en primer lugar, a sistemas de jerarquía, y posteriormente a sistemas de dominación a gran escala?”, el Estado tal y como lo conocemos es la combinación de soberanía, burocracia y campo político competitivo, y estos tres principios están basados, respectivamente, en el uso de la violencia, en el control del conocimiento y en el carisma. El estudio de los estados arcaicos demuestra que la guerra y la pérdida de libertades de la sociedad son fenómenos concomitantes, que estos regímenes violentos que llamamos de segundo orden se modelaron como casas patriarcales y jerarquías militares. El sociólogo jamaicano Orlando Patterson señala como las concepciones de propiedad del derecho romano se remontan a las leyes de la esclavitud, el poder del amo convertía al esclavo en cosa (‘res’), en un modelo social en que la vida privada “estaba marcada por el poder absoluto del patriarca sobre personas vencidas que se consideraban su propiedad privada”, sobre las que había derecho de ‘usus’, ‘fructus’ y ‘abusus’ (o sea violencia y destrucción o muerte). Esto revela “cómo en la jurisprudencia romana la lógica de la guerra –que dicta que los enemigos son intercambiables, y que si se rinden se los puede matar o dejar ‘socialmente muertos’, vendidos como mercancía- y, por lo tanto, el potencial de violencia arbitraria, se insertaban en la más íntima de las esferas de relaciones, incluyendo las relaciones de cuidado que hacían posible la vida doméstica”, Roma culminó un particular nexo entre violencia y cuidado cuyo legado da forma a nuestros conceptos básicos de estructura social. La palabra ‘familia’ comparte raíz con ‘famulus’: esclavo doméstico, la familia hace referencia a todos los que están bajo la autoridad de un único ‘paterfamilias’ masculino. De ‘Domus’, el término latino para ‘casa’, se deriva ‘doméstico’ y ‘domesticación’ pero también ‘dominium’ que definía la soberanía del emperador y el poder de un ciudadano sobre su propiedad privada, y de ahí dominante y dominar.
    También los wyandot y los iroqueses eran tremendamente belicosos, pero entre ellos “la violencia quedaba firmemente excluida del reino de la familia y la casa”, las casas de los wyandot se regían de modo opuesto a la familia romana patriarcal, cuya organización servía de “modelo del poder absoluto de los reyes y viceversa”. En Europa “la tortura pública, en el siglo XVII, ofrecía ardientes e inolvidables espectáculos de dolor y sufrimiento para comunicar el mensaje de que un sistema en el que los maridos podían maltratar a sus esposas, y en el que los padres podían pegar a sus hijos, era en última instancia una forma de amor. La tortura de los wyandot, en el mismo periodo histórico, ofrecía ardientes e inolvidables espectáculos de dolor y sufrimiento para dejar claro que no debía permitirse ninguna forma de castigo físico dentro de una comunidad o de una casa. En el caso de los wyandot, la violencia y los cuidados quedaban totalmente separados”. “Nos parece que esta conexión –mejor, tal vez, confusión- entre cuidado y dominación es de importancia crítica de cara a la pregunta de cómo perdimos la capacidad de recrearnos a nosotros mismos recreando las relaciones con los demás. Es decir, es crucial comprender cómo nos quedamos estancados, y por qué hoy en día nos resulta casi imposible imaginar nuestro pasado y nuestro futuro más que como el paso de unas jaulas más pequeñas a otras más grandes”.
    Ya hemos visto que grandes concentraciones humanas y complejidad no tienen por qué ser sinónimos de jerarquía y cadenas de mando, la antropóloga Carole Crumley ha demostrado que “los sistemas complejos no tienen por qué organizarse de arriba abajo, ni en el mundo natural ni en el mundo social”, hemos visto que las ciudades podían ser “igualitarias”. En su investigación los autores ponen el acento en las zonas de la historia que han permanecido ocultadas, por ejemplo, sabemos mucho de los 5000 años en que la domesticación de plantas y animales dio lugar a aristocracias, ejército o clases, pero apenas no hemos fijado en los 5.000 años en los que no dio lugar a esas catastróficas, para las libertades, consecuencias. “La esclavitud fue abolida numerosas veces en la historia, en múltiples lugares” y lo mismo puede decirse de la guerra, “obviamente tales aboliciones son rara vez definitivas. Aun así, los periodos en los que existieron sociedades libres o relativamente libres no son precisamente insignificantes. En realidad, si uno coloca entre paréntesis la Edad de Hierro de Eurasia (que es, de facto, lo que hemos hecho aquí) representan la inmensa mayoría de la experiencia social humana… en cierto modo, esa perspectiva puede resultar incluso más trágica que nuestra narración estándar de la civilización como inevitable caída en desgracia. Significa que podríamos haber vivido bajo concepciones radicalmente diferentes de lo que es en realidad la sociedad humana. Significa que la esclavitud en masa, el genocidio, los campos de prisioneros, incluso el patriarcado o los regímenes de trabajo asalariado podían no haber sucedido nunca. Por otra parte, sugieren que, incluso ahora, las posibilidades para la intervención humana son mucho más importantes de lo que estamos habituados a creer”.
    Las grandes estructuras míticas que hemos desplegado en los siglos pasados ya no funcionan, ya sabemos que la idea de que hubo una forma primigenia de sociedad humana de naturaleza buena o mala, que hubo una época anterior a la desigualdad y a la política, que civilización y complejidad implica sacrificio de las tres libertades básicas (huir, desobedecer, imaginar otros mundos y relaciones) y “que la democracia participativa es natural en grupos pequeños pero no puede darse a las escalas de una ciudad o un Estado-nación”, son sólo mitos, caducos y castrantes mitos.

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