Eco-grafías 02.

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 En uno de los campamentos infantiles que celebramos en los albores de este triste siglo en este lugar ahora solitario, un día un niño de 8 años que participaba en el campamento, me dijo muy retador mientras escondía una mano detrás: “¿tú crees que puede haber una persona que coja 137 saltamontes en tres minutos?”, mi respuesta fue que no creía eso posible y entonces sacó la mano que ocultaba detrás, mostró una bolsa de plástico y me dijo: “aquí tienes 137 saltamontes en tres minutos”, los saltamontes por supuesto estaban vivos y luego fueron liberados. Era un niño muy especial, con una agilidad y rapidez casi reptilianas y un instinto cazador como el de los mustélidos, cuando se enredaba a coger ranas de la garganta y le obligábamos a soltarlas, él de nuevo las capturaba y volvía a soltarlas una y otra vez, hasta que al final las ranas se rendían: el niño era más rápido que ellas y las ranas no podía huir de tan eficiente depredador que al fin y al cabo no depredaba, sino que jugaba. El niño en cuestión formaba parte de un grupo de 5 o 6 niños (en masculino) que procedían del Sagrada Familia, un centro madrileño de menores protegidos (esto es que estaban encerrados y protegidos por el Estado si este supiera proteger, y absoluta y cruelmente desprotegidos por su familia y la sociedad), y coincidieron con un grupo de niñas (en femenino) alumnas del Centro Nacional de Danza, en lo que constituyó un difícil reto de convivencia entre clases sociales muy diversas y hasta opuestas.

  En aquel entonces la finca, hoy solitaria y desamparada, en que celebrábamos el campamento estaba llena de “musgaños” que es el nombre popular que en esta zona fronteriza entre Castilla y Extremadura se les da a los opiliones, unos arácnidos muy gregarios y masivos que no tejen telas, que están ciegos y que viven en grandes manadas a la sombra de las rocas, a la sombra del tronco de los robles, en el interior de los edificios a los que tengan acceso… Aunque no son animales que se les pueda calificar de bonitos, son absolutamente inofensivos y beneficiosos para los ecosistemas (como todas las especies menos una). Así que una de las primeras tareas de educación ambiental que nos vimos obligados a acometer es convencer a las y los participantes del campamento de que esas “arañas asquerosas”, que estaban por todos los lados incluidas las tiendas de campaña, eran inofensivas, y que no había por qué temerlas y mucho menos matarlas, de modo que para empezar dimos al campamento el nombre de Planeta Musgaño. Como suele ocurrir que los “niños malos”, o sea los que han sufrido demás demasiado pronto, son más valientes e inteligentes, fueron ellos, los del Sagrada Familia (Safa), los primeros en superar el miedo y romper el tabú de tocar a los musgaños, y ¿qué se les ocurrió?: cogerlos y metérselos a puñados en las tiendas de campaña a las niñas supercuquis de la Escuela Nacional de Danza, provocando horror, terror y pavor entre estas. Luego la cosa se superó y las autoridades de Mordor (todas las autoridades son de Mordor, pero las de aquí más) nos denunciaron por acampada ilegal y proseguimos Planeta Musgaño sin tiendas: haciendo vivac y que ladren.

Hoy aquellos niños y niñas rondarán los 30 años, me imagino que ellas andarán danzando por ahí, y ellos también “danzarán”, aunque de otro modo más arduo, por los caminos precarios y durísimos para las clases bajas, de la vida en el capitaloceno. Pero si viniera por aquí el entrañable cazador de saltamontes no podría capturar 137 saltamontes en todo el día ni con las mejores artes de caza, tampoco le sería tan fácil coger musgaños a puñados. No se han extinguido del todo pero su declive ha sido espeluznante, hace 20 años a cada paso que uno daba por una pradera se levantaba una nube de decenas de pequeños saltamontes del color pálido de la paja, y hoy cuesta trabajo ver a alguno. Los musgaños siguen existiendo también, pero ya nunca he vuelto a ver las grandes concentraciones de ellos que he visto en el pasado.

   Hace una década que no disfruto en esta montaña azul de la luz de ninguna luciérnaga, no era un animal muy frecuente pero cuando esta montaña me acogió se podía asistir a su milagro nocturno con cierta facilidad. Ahora nuestras noches son más tristes, menos mágicas, pobladas de ausencias injustificables e inconsolables. Tampoco es ya tan fácil disfrutar del milagro de los lepidópteros, esos gusanos que, en el milagro de su metamorfosis, se tornan en bellísimas mariposas, salvo que se trate de las plagas primaverales de una polilla que defolia salvajemente los robles, de modo que estos pierden toda la hoja, pero como el roble es el árbol de la resistencia: vuelve a brotar… si hay agua y humedad suficiente en el suelo. Cosa que este año está por ver.

  En verano en la garganta cada vez hay menos libélulas y caballitos del diablo (no se entiende que se le adjudique al diablo semejante belleza negroazulada). Recuerdo que al principio de mi “acampada provisional indefinida” en este lugar, para poder tocar la guitarra a la fresca de los atardeceres veraniegos había que vestirse de manga larga y ponerse vaqueros para soportar el acoso de los mosquitos, ya ni eso ocurre, no hay ni mosquitos casi. Hubo quién una vez se congratuló de la falta de mosquitos y le tuve que preguntar sobre qué iban a comer las golondrinas, los vencejos y el avión roquero, entre otros hermanos alados.

   Cuando se habla de la erosión brutal de la biodiversidad que estamos perpetrando, o del evento de la sexta extinción que el capitalismo global está propiciando en su fase terminal (yo sé que cuesta mucho entender y genera mucha resistencia esto que afirmo tan rotundamente de la fase terminal: el capitalismo está muerto, es un zombi que aún camina por mor de la inercia criminal y fósil que arrastra y porque la población aún le tiene fe y la fe mueve montañas, pero las mueve sólo hasta cierto límite: el límite de la termodinámica y de la estabilidad climática contra los que ya hemos chocado. Al igual que el Titanic estaba técnicamente hundido antes siquiera de atisbar el iceberg, pues no había ya maniobra posible que evitara la colisión, nuestra economía, que es como decir nuestro mundo pues hemos elevado la economía al nivel de una Diosa, está técnicamente hundida porque la única maniobra posible de evitación de la catástrofe es la revolución ecofeminista y gaiana que “teníamos que haber hecho ayer”, como dice Jorge Riechmann), pues eso, perdónenme los largos paréntesis: que cuando hablamos de la pérdida de biodiversidad pensamos en el urogallo ya casi extinto, en los osos polares, en el lince, en el rinoceronte gris, y otras especies emblemáticas pero tendemos a ignorar a los pequeños, extraños, telúricos, inquietantes, minusvalorados y hasta despreciados y temidos insectos.

Sin embargo los insectos son los animales más importantes cuantitativa y cualitativamente de Gaia: no se puede saber a ciencia cierta ni siquiera el número de especies que existen pues apenas se han clasificado una fracción, pero se estima que pueden ser 5 millones de especies, de las cuales el 40% están en peligro de extinción, y el otro 60% sufre pérdidas muy importantes de población que se han acelerado dramáticamente en los últimos 40 años de exacerbación neoliberal de la rapiña y destrucción de la naturaleza. Su biomasa total supera con creces a la de todos los animales vertebrados juntos, incluidos nosotros los sapiens. Su número de individuos es, o tiende al, infinito. Son el corazón de toda la cadena trófica, y de ellos dependen para su alimentación aves, anfibios, peces y muchos mamíferos también (incluidas otra vez algunas poblaciones humanas), pero sus funciones ecosistémicas van mucho más allá de ser la despensa de vertebrados: son los arquitectos y albañiles de la gran obra simbiótica de la polinización de las flores de la que depende toda la reproducción vegetal y toda la nutrición animal (o sea también la de los animales humanos). Además airean y fertilizan el suelo, reciclan nutrientes, hacen limpieza de los ecosistemas al descomponer los cadáveres y residuos de otros animales y plantas, controlan las plagas actuando como fauna auxiliar de la agricultura, depuran las aguas, dispersan semillas en cooperación y sinergia con el mundo vegetal, y seguramente tienen otras funciones más sutiles aún por descubrir en el organismo vivo que es la Biosfera.

   A pesar de que sólo el 2% de las especies de insectos tienen algún tipo de veneno, transmiten alguna enfermedad o generan alguna molestia a los seres humanos, los insectos son despreciados y temidos, son combatidos y masacrados con total impunidad y tranquilidad de conciencia, contra ellos hemos diseñado un arsenal de productos químicos que constituyen una auténtica guerra biocida. El frente más cruento de esta guerra contra los insectos está en la agricultura industrializada e intensiva, millones de toneladas de insecticidas se aplican cada año a los campos en los que se producen nuestros alimentos, como dice Jane Goodall “algún día entenderemos que no es buena idea envenenar lo que nos comemos”. Otros frentes abiertos de la guerra contra los insectos son el proceso desaforado de urbanización, la contaminación del aire, el agua y la tierra (aquí también la agricultura y la ganadería intensivas a la vanguardia), la deforestación (asociada al urbanismo, a las infraestructuras, pero especialmente otra vez a la agricultura y la ganadería) y por supuesto el cambio climático.

   Desde que llegué a esta montaña azul me he hartado de discutir con tirios y troyanos sobre el empleo del fuego en labores agropecuarias. Las quemas de rastrojos, las quemas del monte bajo (y del alto) para favorecer el crecimiento del pasto ganadero, las quemas de residuos de poda, etc. son parte de la “cultura” ancestral de estas comarcas. Lo que pasa es que, como explicaba Rafael Sánchez Ferlosio, no podemos presuponer que todo lo que es “cultura” es positivo, pues cultura es también la tauromaquia y la caza, cultura era la quema de brujas, cultura es la ablación en África… el término cultura incluye muchas prácticas aberrantes y a erradicar.

   Aquí se quemaba en el pasado con profusión para luchar contra una naturaleza salvaje pujante, y ahora se sigue quemando pese a estar en emergencia climática, pese a que la naturaleza salvaje ya no es pujante sino que, al contrario, está estresada por tanta agresión continuada, se sigue quemando pese a la explosión demográfica humana que ha llevado a que “el mundo esté lleno” (otra vez Riechmann), y también pese a que el fuego impacta brutalmente en las poblaciones de insectos y otros pequeños animales que son la base trófica y energética de todo el ecosistema.

   He recibido ataques incluso de biólogos, de “ecologistas” y de compañeros y compañeras por mi posición respecto al fuego: sólo debe emplearse como último remedio en casos muy específicos como el de evitar la plaga del repilo en el olivar en el caso de no haber otras soluciones factibles como el enterrado o el desmenuzado de podas. Por supuesto considero criminal incendiar el monte, incluyendo ahí lo que denominan “quemas prescritas” que son incendios controlados provocados por la administración para eliminar monte bajo, con el objeto de “prevenir incendios” más grandes en verano. Un poco como lo que proponía Bush padre para acabar con los incendios forestales en Alaska: eliminar los árboles, pero ahora con el apoyo de argumentos de la ciencia neodarwinista y de algunos bomberos metidos a ecólogos. Cuando les argumentaba que el fuego impactaba dramáticamente en los contingentes de insectos mostraban toda esa superioridad antropocéntrica y patriarcal que al parecer maman en las facultades de ciencias duras, despreciando mis argumentos y despreciándome a mí y a “mis insectos”, como me espetó uno.  Ya hace tiempo que no discuto con neodarwinistas, son gentes que no gustan de la libertad de expresión y desprecian furibundamente que alguien “de letras” (nos tachan de románticos en el mejor caso, magufos y misántropos en el peor) se atreva a discrepar de sus argumentos “científicos”. Pero al menos aquí en mi blog puedo afirmar que a la altura de siglo que estamos, con la catástrofe climática que enfrentamos y con la hecatombe de insectos que tenemos, QUEMAR ES CRIMINAL, es liberar CO2, es asesinar insectos y pequeños vertebrados, es desproteger suelos, es aceleracionismo entrópico y climático, es contribuir al colapso y a la catástrofe de un modo gratuito, porque si bien necesitamos seguir “quemando” para calentarnos, alimentarnos, transportarnos y tener electricidad, no necesitamos ya quemar para gestionar residuos de poda, rastrojos y sotobosques.

   Todas aquellas que peinen canas y en la infancia hayan tenido que lavar el coche de sus familiares adultos, recordarán el trabajo que costaba limpiar los faros y el frente del coche de la miríada de insectos fatalmente atropellados e incrustados. Hoy los niños y niñas no limpian coches, las pantallas y una “educación” laxa en obligaciones y tareas se lo impiden, pero si lo hicieran no tendrían que esforzarse en limpiar insectos muertos, no porque los modernos coches sean más benignos con todo su diseño aerodinámico, sino porque sencillamente en este último medio siglo hemos perpetrado un auténtico ecocidio contra los artrópodos del que no nos hemos dado apenas ni cuenta.

   El valle del Tiétar y del Tajo que se contempla desde la montaña azul está cubierto de humo, al pertinaz anticiclón se une el humo generado por este modelo bélico de agroganadería que tenemos, pese a que la sequía nos ha puesto ya en riesgo alto de incendios, las autoridades siguen permitiendo la quema de rastrojos y residuos forestales y de poda, y la ciudadanía insiste en tirar de mechero cerrando los ojos ante la evidencia de que la emergencia climática es la amenaza más grave que pende sobre nuestras cabezas. Es desesperante.

  No podemos vivir sin insectos, dependemos de sus trabajos y de sus amores, de su labor inconmensurable en la biosfera, comemos gracias a ellos, bebemos aguas potables gracias a ellos, tenemos fertilidad en la tierra gracias a su labor, deberíamos firmar un armisticio con los artrópodos, deberíamos agradecerles todos los días su colorido, sus imaginativas formas monstruosas, sus trabajos, sus pasiones… es más: para salir de la crisis en que estamos atrapados tenemos que aprender de ellos y reconocerles su maestría en el habitar la hermosa Tierra que nos acoge. Las hormigas, los termes y las abejas son de entre los insectos, las especies que han alcanzado un más alto y admirable nivel de evolución social, una organización comunitaria y una sociabilidad cooperativa de las que las sociedades humanas deberíamos aprender si queremos salvarnos. La inteligencia colectiva que desarrollan los complejos hormigueros y colmenas no es una metáfora literaria, es la poderosísima inteligencia de Gaia en potencia y acto.

    En este punto no puedo dejar de citar, para acabar, al dramaturgo Maurice Maeterlinck, que en su prolífica vida tuvo tiempo no sólo para escribir grandes obras de teatro que le valieron el premio Nobel de literatura, sino también para estudiar y escribir mucho y bien sobre los insectos sociales. La Vida de las Hormigas es un delicioso texto que debiera ser de obligatoria lectura en la terapia colectiva de B.B.A. (Bajarse de la Burra del Antropocentrismo), que necesitamos con urgencia para encontrar un resquicio de esperanza en esta crisis multidimensional en la que estamos. Del último capítulo de este hermosísimo ensayo extraigo estas maravillosas reflexiones escritas en la década de los 20 del pasado siglo: “entre nosotros (los humanos) la felicidad es, sobre todo, negativa y pasiva, y sólo se deja sentir por la ausencia de males; en ellas (las hormigas) es principalmente positiva y activa, y parece como si pertenecieran a un planeta privilegiado. Física, orgánicamente, sólo pueden ser felices sembrando en torno a suyo la felicidad. No tienen más satisfacciones que las del deber cumplido, que para nosotros son las únicas que no dejan remordimiento, pero que la mayoría de los hombres sólo conocen de oídas… las hormigas saben de otros entusiasmos que, en vez de contraerlas, las expanden, las multiplican, las extienden infinitamente entre sus innumerables hermanas. Viven felices porque existen en cuanto las rodea, y todas viven en ellas y para ellas como ellas viven en todas y para todas. Viven principalmente en la inmortalidad, porque forman parte de un todo, imposible de aniquilar. Por extraña que parezca a primera vista esta afirmación, lo cierto es que la hormiga es un ser profundamente místico que sólo existe para su dios y no sospecha que pueda haber otra felicidad, otra razón de vivir que la de servirle, olvidarse de sí misma y perderse en él. Está completamente imbuida del totemismo, la gran religión primitiva, la más antigua, la más abrumada de milenios, la más general de cuantas ha practicado el hombre… las hormigas no se dicen a sí mismas estas cosas, ni nuestros antepasados las pensaban (no es lo que se dice o lo que se piensa lo que más hondamente actúa). Más ellas son la sustancia de su vida, y no se sabe qué instinto esparcido en todo lo que respira las murmura en su ser. Su tótem es el espíritu del hormiguero, como el tótem de las abejas lo es el de la colmena. El hombre primitivo tenía el espíritu de su clase. En su lugar nosotros tenemos unos cuantos fantasmas desvanecientes, que no tardarán en desaparecer a su vez. Sólo nos quedará nuestra existencia de una hora, y nos sentiremos cada vez más aislados y menos protegidos contra la muerte… Por no ser, como ellas, física e irresistiblemente altruistas, los hombres hemos preferido antes que la inmortalidad colectiva, la individual. Ahora empezamos a dudar de que ésta sea posible y, entretanto, hemos perdido la noción de aquella. ¿Volveremos a hallarla? El socialismo y el comunismo hacia los cuales caminamos, marcan una etapa en este sentido… Recurramos a lo que más se nos parece en este mundo: a los insectos sociales”.

    ¡Tenemos tanto que amar y aprender tanto de los hermanos animales! . Como escribe Lynn Margulis (otra de las indispensables en el programa B.B.A.): “los animales son tan sorprendentes que no nos hace ninguna falta, como humanos, considerarnos más que animales para sentirnos justificadamente orgullosos”.

5 respuestas a “Eco-grafías 02.”

  1. No me creerás Fernando, pero me habia dejado tu entrada anterior para esta tarde y va y me publicas esta enorme maravilla que me ha emocionado.

    Hay muchos Fernandos, está el escritor que escribe desde la rabia, el que reclama justicia, el Fernando que denuncia…todos tienen un verbo formidable, pero ninguno como el Fernando que habla desde el amor a Gaia.

    Te sigo, te leo y aspiro a reforzar tu relato.

    Gracias

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    1. Muchas gracias compa, en esta soledad brutal recibir comentarios como el tuyo es un aliciente para seguir arrojando al mar estos mensajes en botella. Salud y bendiciones de Gaia.

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  2. Muerto me dejas, hermano, contando lo que yo hubiera querido haber contado. Yo era un niño que pasaba las horas muertas mirando saltamontes.

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  3. Que bien escribes Bokana !
    Eres un bicho raro …
    Con todo el cariño .
    😂😘❤️

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    1. Pero muy raro, y con la vejez cada vez más raro viendo que lo normal es hacer guerras, acelerar la destrucción del clima, cazar animales inocentes por diversión, y votar a los peores y más ladrones, a los parásitos sociales. Besos Sara!

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